23 de julio de 2013

Lo Bueno, Si Breve


Huelga decir que ante una novela de 1000 páginas la crítica resulta impotente en todo punto. El apasionado no tiene más remedio que elogiar con trazo grueso un retrato cuya capacidad de convicción solo convence a los convencidos de antemano. Así hace Eduardo Lago cuando prologa El plantador de tabaco y desgrana los epítomes habituales sobre el volumen que justo acaba de traducir. ¿Os he dicho que es una novela magistral? Que no falte la invitación a abandonarse en la lectura. A modo de respuesta, el reseñista suspicaz solo puede señalar cuestiones de detalle, defectos carentes de importancia para quienes, con todas las de la ley, se hayan administrado sus buenas dosis de lectura. Dicen los sociólogos que la intensidad de los aplausos en los espectáculos de Broadway es directamente proporcional a los costes de la entrada. Cuanto mayor sea el precio, mayor el engaño colectivo. Mayores las ganas de pensar que hemos gastado nuestro dinero y nuestro tiempo en algo digno de elogio. Algo similar sucede con las obras maestras de gran extensión. El guardián entre el centeno siempre tendrá sus detractores. Sobre La broma infinita, sin embargo, pesa el silencio del tochamen. ¿Quién está dispuesto a confesar que ciertos clásicos solo suponen una pérdida de tiempo y una ganancia en dioptrías?

Yo mismo, venga.

He invertido una semana en El plantador de tabaco. Del estilo de John Barth destaco la voluntad de entretejer los datos históricos en el grueso de la narración como pudiera hacer un novelista del siglo XVIII: mediante apartes procelosos. Los diarios íntimos son leídos hasta la última coma, los personajes desgranan sus memorias en directo. Ello permite que quien no sabe aprenda. La disputa entre cartesianos y newtonianos, entre católicos y protestantes, ambas están recogidas. Salvo por estos detalles, la revisión de las colonias inglesas que realiza Barth, centrada en Maryland, tiene cierto tono extemporáneo. El recurso de la primera persona apenas se utiliza, amén de un uso mayor del registro postal, cuya presencia brilla por su ausencia. Las mejores armas del Tristram Shandy y de las correspondencias dieciochescas son desestimadas en beneficio del diálogo afilado entre los principales personajes. Resulta sorprendente este monopolio de la conversación, pues ello redunda en detrimento del aspecto humorístico forzado y buscado durante toda la novela. No queriendo subrayar el lenguaje de la época, Barth solo cuenta con la acumulación de aventuras para arrebatar la sonrisa del lector. A falta de elementos pintorescos suficientes, la complicidad descansa sobre penes bautizados como sanguijuelas, sanguijuelas cuya penetración curan la primera regla, y cosas así. Más que posmoderno, novecentista me parece esta revisión del 1700, dada la sorprendente homogeneidad estilística del relato.


Una lectura del agotamiento, sin duda. 


Intuyo que la gracia de El plantador de tabaco estriba en olvidar la fecha de publicación del volumen y tragarse hasta las últimas consecuencias el pacto de ficción. Esto es, imaginar un escritor sin máquina de escribir. Un escritor con gorguera. Solo entonces nos permitimos el paternalismo literario que mantiene el presente respecto del pasado gracias a la peculiar composición del canon. Escrito en mayor medida por gente de mediana edad, el canon tiene pinta de geriátrico: solo figuran en él los muertos y los ancianos. Nuestra superioridad sobre esta gente está asegurada por el principio de las generaciones alternas. A los abuelos, no así a los padres, se les permite de todo. Así nos acercamos a sus páginas, sabiendo que ellos no tienen otra opción salvo contar con los vivos —uséase, nosotros— y con los profesores de secundaria para seguir siendo leídos. Además, ¿para qué atacar a quien no puede o no quiere defenderse? Enmendar la plana a un escritor cómico del siglo XVIII no tiene ningún sentido en cuanto todos leemos los libros consagrados en clave más o menos epigónica. Faulkner, a la luz de sus imitadores, parece mejorar sus propios originales. Los puntos fuertes siguen teniendo la fortaleza de los pistoletazos de salida. Y quien tuvo, retuvo: los errores se convierten en signos de distinción, trazas de singularidad, fortalezas del ingenio para el académico de turno. ¿Te aburre la Iliada? Pues ajo y agua.


Eso sí, a Alessandro Baricco ni agua.