10 de julio de 2013

Zurita 752

Leyendo desde España una masturbación chilena

I

Por desgracia, el tráfico de influencias sobre el Atlántico no es tan fluido como nos gustaría. Tras el desembarco de los boomberos durante la Transición Española, los autores de América Latina, mal conocidos y amalgamados por su condición continental, son leídos en la Península siempre y cuando aparezcan en editoriales de la Península. Pocos son los sellos de allá conocidos por aquí. La poesía chilena confirma la regla en lo segundo (leemos a Nicanor Parra en Galaxia Gutenberg: tapa dura y 58€, ¡veleidades del Primer Mundo!) pero constituye una excepción a lo primero: en España hay una gran tradición de lectura (y de envidia) hacia los poetas chilenos. Nacidos en un país estrecho y alargado, verticalmente dispuesto como un poema, la lista de escritores en verso arrojados por el vientre chileno y celebrados con cava en Barcelona, cabeza editorial de España, sería imposible de desgranar por completo: desde los cuatro grandes hasta Jorge Teillier, pasando por Enrique Lihn o Gonzalo Millán, muchos versiculistas hemos leído con ganas. La obsesión reciente por Bolaño habrá además incrementado —supongo— el interés por los textos chilenos en general, y por los escritos de Raul Zurita en particular. Sobre Zurita deja escrito Bolaño en Entre paréntesis un blurb tan usual como inocuo; aparte de no decir nada, el fragmento tiene la virtud —qué menos— de responder a cuatro de las seis uves dobles del periodismo informativo. Who? «Zurita». What? «[C]rea una obra magnífica». How? «[Q]ue descuella entre los de su generación». When? «[Y] que marca un punto de no retorno con la poética de la generación precedente». A falta del Where? y del Why?, interrogantes impropios para cuestiones estéticas, la referencia bolañista merece nuestro respeto: muchas gracias por descubrir Zurita, Roberto. Más profundas, pero no menos vagas, son las palabras que Raúl dedica a Bolaño; están escritas en su último libro, el tema que aquí nos ocupa:

Cuando surgiendo de las marejadas se vieron de nuevo los estadios del país ocupado y sobre ellos al hepático Bolaño escribiendo con aviones la estrella distante de un dios que no estuvo  de un dios que no quiso  de un dios que no dijo  mientras adelante la mañana crecía y era como otro océano dentro el océano los desnudos cuerpos cayendo  el amor de la  rota boca  las graderías rebalsadas de prisioneros alzándoles sus brazos a las olas

Para quien no conozca la referencia implícita del texto, cabe señalar que —según Bolaño— el protagonista de Estrella Distante (1996), el nazi Carlos Wieder, pinochetista convencido y ejecutor de desapariciones atribuidas, hizo unos versos en el aire desde su avioneta («La muerte es mi corazón/ Toma mi corazón/ Carlos Wieder», rezaba el poema en los cielos). La respuesta de Zurita tuvo que esperar unos años: en 1973 estaba encarcelado por comunista y por veinteañero, igual que el cantante Victor Jara, a quien aplastaron las manos los esbirros de Pinochet (44 balas entre pecho y espalda) en el Estadio de Chile (de ahí la referencia a los estadios). Como digo, Zurita tuvo que esperar una década para escribir en los cielos de NYC la respuesta (La vida nueva, 1982), y otro decenio más para dejar grabado sobre el suelo del desierto de Atacama el monumental «Ni pena ni miedo», la frase latina que llevaba desde 1933 el 7º Regimiento Alpino del ejército de Mussolini («Nec spe nec metus», rezaba su escudo de armas). Visible como la Muralla China desde Google Maps, Ni pena ni miedo (1993) constituye algo así como el Monte Rushmore de la generación española de los 70, izquierdistas esperanzados en el arranque de la Transición, sorprendidos por la derrota del socialismo democrático en Chile (70-73) y en Portugal (74-76), más tarde convertidos en chaqueteros de derechas o en cínicos nihilistas posmodernos que no tienen miedo, en efecto, pero tampoco esperan nada. En suma, nunca fue tan cierta aquella sentencia de Holderlin sobre los poetas, que se comunican —según él— desde las alturas, como para el caso de los poetas chilenos, sean de derechas o de izquierdas, que se responden alto (muy alto) entre sí.


II

Para que se vayan situando, no muy lejos de Barcelona la Rica en Dones, pero más cerca de la Sacamantecas Corte Madrileña, hay una ciudad vieja castellana (apenas un pueblo) de nombre Salamanca donde los editores son jóvenes y los poetas, también. Entre los audaces encontramos a Fabio de la Flor, hombre orquesta de la Editorial Delirio, donde el año pasado tuvo lugar el parto de los montes: no fue un ratón sino un tocho/pocho de 752 páginas el resultado de la conexión chileno-salmantina. Raul Zurita hacía suya la plaza con un poemario/monumento, un ejercicio de memoria histórica, en verdad, o así es cómo vemos el asunto desde aquí, donde las experiencias personales se mezclan con el paisaje circundante a Valparaiso. Para publicar los ejemplares, Fabio de la Flor, quien suele editar libros en cuadrado, tuvo que modificar el formato. Él mismo me dijo off the record, y yo lo cuento aquí como si nada, que setecientas páginas equiláteras equivalen a talar medio Amazonas. Así que Fabio de la Flor, poco o nada eco-friendly en otras cosas, se avino a utilizar un paralelogramo más sostenible: el rectángulo. Ahora bien, salvo por sus dimensiones estilo Kellog’s All-Bran, Zurita encaja muy bien en el catálogo. Si el libro destaca, será para bien, porque la editorial cuenta con poemarios sociopolíticos (como Basura de Ben Clark), intimistas y personales (como Campo de fuerza de Carmen Camacho), así como desmesurados (como No haber nacido de Gonzalo Escarpa) que pueden arropar (y arropan de hecho) a su hermano mayor chileno sin complejos. 


Glosar el contenido de Zurita es una tarea que doy por desestimada. El libro hay que leerlo —diantres— aunque sea a cachos, solo las páginas impares, o como usted quiera abreviar esta extensa letanía que tanto se alarga, que tan mal cuerpo deja. Y es que Zurita tiene la manía de ser implacable: con un minimalismo descriptivo que llega a extremos bíblicos, los adjetivos y los apartes, los juegos formales están prohibidos en una poesía que desgrana anécdotas personales con una crueldad insólita. Así nos cuenta Zurita como se separa de su familia (mujer y dos hijos) para irse de putas buscando a una pelirroja (el color del pelo de su madre loca): «Me operé de ellos. Así de simple». En calidad de informe subjetivo, acompañando el escenario del desastre, encontramos algún «sufría», algún «lloraba», algún «gritaba»: mojones de subjetividad que acentúan el nudo en estómago que ya ata bien atado esta poesía casi burocrática, donde los golpes de estado, las separaciones matrimoniales o las muertes se registran con una celeridad enquistada. En verdad miento como un bellaco, pues la poesía de Zurita tiene un componente formalista, cómo no ignorarlo: hay apartados del libro donde la página está muy trabajada, hacia el final del libro sobre todo. Un tono menos contundente y más dubitativo aparece, asimismo, en poemas como «Dispensario». No obstante, considero que la mencionada sinceridad descarnada constituye aquí el principal elemento poético. El resto son descansos para un lector acongojado, quizás incluso ofendido o tal vez aburrido, dada la machacona y exhibicionista voluntad de contar que atraviesa Zurita.  


El libro arranca la víspera del 11-S, día de luto entre nosotros, los socialistas de todas las partes del mundo, que recordamos cuando el imperialismo derrocaba gobiernos democráticos sobre la faz de la Tierra, mucho antes de exportar a otros países el liberalismo constitucional, manu militari también, antes incluso de que los yihadistas les pisaran la fecha a los fascistas chilenos. Sobre la impotencia política que vino tras la derrota, Zurita escribe unas valientes líneas contra sí mismo. Nacido en una casa pobre pero ilustrada («Se suponía que teníamos unas casas en Iquique, heredadas de tiempos del salitre, pero en realidad valían un pepino», confiesa el hijodalgo); crecido como adolescente idealista con el comunismo («Veras que se va», la sección final del poemario, es también un cántico a la victoria efímera de Allende); consolidado como performer internacional gracias a una masturbación en privado (No puedo más, 1979) y a las repetidas mutilaciones que realizó sobre su cuerpo, ya fuera para portadas de sus libros (Purgatorio, 1979) o simplemente en señal de protesta; Zurita se desdice en «Verás un mar de piedras» de todos los críticos de arte, incluido él mismo cuando joven, quienes consideran que hacer el imbécil en salones, museos y galerías constituye algo más que impotencia subvencionada por la indignación (de capa caída) de los conservadores. La política mientras tanto, si me permiten el aparte, siempre ha estado en otra parte. Resulta de hecho muy lamentable ver cómo los niños burgueses licenciados en Historia del Arte que vienen a España desde Chile, conocedores al dedillo de todas las obras y los artistas del CADA (Colectivo Acciones de Arte), ignoren por contra el nombre del partido de la resistencia donde militaba Lotty Rosenfeld, artista chilena conocida en el mundo entero por Una milla de cruces sobre el pavimento; mal que nos pese, Rosenfeld fue encarcelada por su militancia, no por sus performances, hasta en dos ocasiones. Zurita fue miembro del CADA, y a toro pasado, en el libro que estamos comentando, escribe sobre el mundillo artístico de 1974:

Una pareja que veía llegando de Alemania me mostró las fotos. Fue al año del golpe y ya era cuento viejo, pero fue la primera vez que las vi. Los había arrastrado el cauce del Mapocho. Aparecieron una mañana y la gente los miraba desde los puentes. Me las mostraron porque la tipa había hecho unas obras con ellas. Pintó los cadáveres de la fotografía con un color rosado y el resto lo dejó igual. Joder con los artistas. Con la tipa me acosté una vez.

En 1980 la cosa no había mejorado:

La tipa me sacó las fotos mientras me la cascaba en una galería de arte y acabó mal. En fin, todo ese pajeo del arte bajo la dictadura y bla bla bla. Con esa tipa, más la que era mi segunda mujer y dos tipos más, teníamos un grupo de acciones de arte bajo la dictadura y bla bla bla.

¿Y qué dicen del final?

En fin: pequeños tipos rotos en un pequeño país roto.

III.



En suma, una Gesamkunstwerk rotunda y completa, cuya extensión desmesurada, escrita a chorro limpio, no ha impedido el recibimiento cálido por parte de una crítica de poesía, como la española, más acostumbrada a los versículos del poemario juvenil, quizá bueno en las distancias cortas, pero demasiado caro para el lector ocasional, incluso cuando está sufragado por el dinero público de alguna diputación provincial —cosa que pasa las más de las veces. Zurita, el libro, no incurre en el defecto contrario. Un tocho que recopila todas las cosas escritas y por escribir de algún figurín literario consolidado: Zurita —a pesar del título y las apariencias— no es eso. No. A caballo entre la antología de toda una vida y el libro temático, las 752 páginas de Zurita vuelven una y otra vez sobre los mismos fantasmas, aquellos que cruzaron en varias ocasiones el Atlántico para sembrar el miedo en las clases populares gracias a la mano invisible que mece la cuna del capital, o mejor dicho: su cama matrimonial americana. No están en el poemario estas palabras tan demagógicas, claro. Disculpen la intromisión de la política en este comentario: en el libro, si aparece la palabra capital (en Zurita, solo cuatro veces) siempre denota metrópoli señalada, cabeza urbana estatal, nunca dinero contante y sonante. Sin embargo, un ζῷον πoλίτικoν como el servidor que les escribe —deformado sin remedio por la interpretosis politizante y hasta marxista— no puede dejar de asociar estas páginas tan personales con aquellas otras, menos intimistas pero también cruciales para entender las derrotas que pueden establecer lazos a través de los continentes. Me refiero a Soberanos e intervenidos, el libro sobre la larga mano del imperialismo, ya saben Uds., en los países de impronta ibérica y latina. Escrito por Joan Garcés, otro chileno bien conocido nuestro, narra aquello que Zurita calla en ocasiones. Sin embargo, no es este lugar para repetir la agencia y el destrozo —nunca mejor dicho— de Washington en estas naciones. Así solo queda recordar las lecturas que realizó el poeta durante su estancia en la Península. Estas lecturas fueron, de hecho, el primer contacto de muchos lectores con Zurita. El comienzo de una amistad grande, espero, hacia cierto modelo de recitar. Primero calmado, luego dubitativo, finalmente teniendo que sujetarse el cráneo: así recita Zurita, cuya enfermedad de Parkinson convierte sus esfuerzos por mantener la compostura un espectáculo estético de primer orden donde la entrega a los espectadores constituye el principal componente a tener en cuenta cuando arrancan los aplausos. Atronadores. Dicho sea de paso, el tono de la lectura a viva voz recuerda asimismo, por extraño que parezca, la consulta privada del libro. Algo inevitable, hablo de mi experiencia: uno empieza piano-piano, ojeando la morbosidad del asunto, y termina agarrándose al asiento, cualquier cosa fija que haya cerca, con tal de no ser arrastrado por el torrente. A Zurita —si me permiten el consejo— conviene si eso leerlo por partes, a cachos y con saltos. Y si no terminan, tampoco se preocupen: la cosa continua. La cosa, como muestra la inestabilidad sociopolítica tanto chilena como española, no puede sino continuar.

[Publicado originalmente en 50 Watts. 10 de julio de 2013.]

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