23 de noviembre de 2013

Sucinto resumen del cientificismo canallesco

Nada más que la verdad.
Hará un año que la muerte de Francisco Fernández Buey supuso un considerable varapalo para cualquier racionalista moderado. Algo similar tiene por subtítulo un libro suyo, Ideas para un racionalismo bien temperado, una etiqueta que resume una trayectoria profesional dedicada —entre otras cosas— a estudiar a Marx sin cuartel, a Gramsci sin escuela. También a escribir sobre Einstein con sencillez. Aparece este otoño un libro suyo póstumo, Para la tercera cultura, donde Fernández Buey recoge buena parte del debate actual sobre las ciencias y las letras (¿cómo tender puentes entre ambas?), reflejando sus inclinaciones intelectuales sin ignorar las colectivas, sabiendo que la apuesta por el conocimiento científico también conlleva una concepción de la política, aquella donde la verdad —toda la verdad y nada más que ella— sea absolutamente revolucionaria.
Tal vez haya cargado mucho las tintas en el último enunciado, otorgando a la ilustración una capacidad redentora que a todas luces parece reclamar sin mucho éxito, y además Fernandez Buey mismo inicia el libro con una reflexión sobre las limitaciones que lastran el imaginar a los sabios como faros del intercambio razonable de posiciones ideológicas, duchas del aseo contra el sesgo y la mentira, en lugar de verlos como individuos partícipes del proceso político mismo. En palabras del genetista Albert Jacquard: “el concepto de raza carece de fundamento y, consiguientemente, el racismo debe desaparecer. Hace unos años yo habría aceptado de buen grado que, una vez hecha esta afirmación, mi trabajo como científico y como ciudadano había concluido. Hoy no pienso así, pues aunque no haya razas la existencia del racismo es indudable.”
Es bien sabido que la actividad política tiene compromisos que el compromiso científico desconoce por completo. La cuestión estriba en hallar el punto de unión entre ambas esferas de actividad humana. Para ello conviene hacer un repaso por algunas disputas sobre la tercera cultura que Fernández Buey no recoge. Ello no implica tanto criticar el trabajo del filósofo, sobresaliente cuando cartografía algunos debates centrales de los últimos doscientos años, cuanto ayudar a completar un ensayo vibrante cuya lectura seguro mejora en ausencia spoilers.

Contra Darwin
Hay una polémica científica, entre todas las analizadas con detalle por Fernández Buey, que nos permite enlazar con el presente inmediato. Hablamos de la crítica que hizo Uexküll a Darwin tomando  los equívocos facilones de la vulgata darwinista novecentista (que la naturaleza evoluciona progresivamente y sin saltos, sobre todo) como carta de defunción del pensamiento de Darwin para mayor gloria de una biología holista, organicista y teleológica, cuya vanguardia científica sería (¿sorpresa?) nada menos que el propio Uexküll. Este salto impropio (criticar a Darwin por sus herederos) parece haberse convertido en todo un deporte nacional entre filósofos analíticos desde que Fernández Buey ultimara su manuscrito, hará unos cinco años. Desde entonces hicieron aparición textos que ponen entre paréntesis la habitual afinidad electiva entre pensamiento anglosajón y divulgación científica, cosa fija desde el positivismo lógico en adelante.
Entre estos ataques  descuella sobre todo el rechazo de la teoría de la selección natural por parte de Jerry Fodor, famoso filósofo cognitivo cuya incursión en el campo de la biología algunos colegas de profesión tomaron como una intentona desesperada de retener una autonomía sobre el estudio de la mente, campo que estaba siendo cercado por la neurología desde diversos frentes. La polémica ocurrida en las páginas de la New York Review of Books, junto a la publicación en formato libro de sus consideraciones, constituye un ejemplo bastante fidedigno de la ilusión óptica que pueden llegar a sufrir quienes reproducen a destiempo saber científico establecido como si fuera poco menos que la destrucción definitiva del paradigma bajo el cual —malgré tout— los mismos científicos siguen identificándose. Alguna razón tendrá, digo yo.

Atractores políticos.
Como pueden imaginarse, esta suerte de disputa entre las artes y las ciencias no es para nada nueva. Viene desde cuando Goethe dijera que sin metáforas no tenía sentido su teoría de los colores. Los newtonianos contuvieron entonces la risa. Su homólogos contemporáneos, los físicos con cierta presencia mediática interesados en las humanidades, suelen gastar niveles de tolerancia distintos hacia los charlatanes. Todos hemos oído hablar sobre el caso Sokal, ese mítico zas-en-toda-la-boca dirigido con especial cariño y recuerdos para la familia a quienes intenten utilizar la retórica científica con fines de postureo intelectual.
Un resumen del debate: el físico Alain Sokal escribió un artículo cargado de referencias a todo el panteón teórico francés, incluido el epic fail lacaniano sobre el falo siendo igual a √-1, un texto muy loco acerca de una posible hermenéutica transformadora [sic] en el campo de la física cuántica que publicaron los crédulos editores de Social Text, una revista de inclinación posmoderna; cuando Sokal reveló el fraude, la polémica estaba servida: la denominada french theory, ¿vale algo más que un colín?; la correción via peer review, ¿acaso refuerza la jerga, los sesgos y la deformación profesional en lugar de mejorar la calidad de los textos hechos en la Academia?
Menos famosa es la disputa que tuvo lugar en España a raíz de Caos y Orden, el libro donde Antonio Escohotado pretendía justificar su posición política liberal acudiendo a razonamientos científicos entresacados de la física del caos y la teoría cuántica, una estrategia argumentativa que fue recogida con cajas razonablemnte destempladas por la comunidad investigadora. Antonio Fernandez-Rañada abrió la veda de las reseñas negativas indicando hasta qué punto Escohotado había asumido una concepción trasnochada sobre la evolución del conocimiento al presumir que somos incapaces de comparar paradigmas de explicación sucesivos, una idea que fue desechada incluso hasta por su ideador original, Thomas Kuhn.
El Kuhn maduro aceptaba que el conocimiento científico fuera cumulativo en todo punto, que la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica fueran perfectamente conmensurables, que ninguna de las dos negara a la física newtoniana su peculiar ámbito de validez como aproximación comprensible a los fenómenos macroscópicos. "Nada sabemos a ciencia cierta" replicaba el Escohotado maduro mientras se amparaba en la revolución cognoscitiva que supuso el abandono de la mecánica clásica para una visión del mundo, la nuestra, que seguro estará sometida a cambios similares en el futuro. En esto último percibía Fernández-Rañada una confusión entre "no saber algo" y "no saber nada", dos cosas bien distintas, para terminar concluyendo: "Si el autor quiere decir, como hace en la segunda parte, que el estado-nación es un atractor político, hágalo así en buena hora. Al fin y al cabo, sólo es otra manera de decir que es una idea política atractiva, pero no añade nada sacar los conceptos de su contexto". 

Meros hechos.
Quien puede dudar que la polémica contenga elementos políticos relevantes, concernientes en primera instancia a los programas de estudio o el I+D+i, pero más allá de estos obvios campos de batalla académico, donde cada quien suscribe una noción distinta de formación personal y profesional a través de la educación, las fronteras ideológicas se diluyen. Quien pretenda establecer una correlación entre espíritu científico y carácter apolítico (según aquél motto de la teoría crítica: un saber acerca de los hechos genera hombres de meros hechos, burocratillas especializados del conocimiento, modestos baluartes del statu quo), tiene que afrontar la compleja realidad de nuestros intelectuales: Jean Bricmon, el compinche de Sokal cuando tocaba sacar la escoba, mostró como estaba a la izquierda de los intelectuales posmodernos barridos por sus críticas cuando ellos, los supervivientes del estructuralismo afrancesado, callaron en materia de política exterior (como hacían desde la guerra de Argelia) mientras él publicaba su Imperialismo Humanitario, una defensa de los derechos humanos contra los militares que pretenden apropiarse de la ilustración con fines petrolíferos inconfesables.
Lo opuesto, estar a la derecha de una inteligentsia humanista ultraradical, también viene siendo cierto. Muchos critican de hecho el enfoque ordoliberal que suelen destilar las recetas extraídas por los principales divulgadores de la tercera cultura una vez terminan los capítulos descriptivos y comienzan a enfilar las conclusiones o "consejos del sabio", cuando está a flor de piel la tentación de devenir canalla (para Marx: "persona que busca acomodar la ciencia a un punto de vista que no deriva de la ella misma"). Bien sabidos son para muchos los sesgos que lastran a popes como Peter Singer, cuyo último volumen sobre la violencia (Los ángeles que llevamos dentro) llega a negar los principales consensos científicos sobre cómo explicar la bajada del número de homicidios en los años 90 (según los expertos sería fruto de los métodos anticonceptivos introducidos varias décadas antes que frenaron multitud de nacimientos indeseados) hasta el punto de decir que esta hipótesis resulta demasiado simple para ser cierta (siendo la simplicidad considerada normalmente una virtud en lugar de un detrimento explicativo). ¿La explicación alternativa propuesta en Los ángeles? Resumiendo muchísimo: mucha policía, poco criminal. Ahora resulta que, contra la lección intuitiva de The Wire y la explicación estadística manejada de las facultades de ciencias sociales, el Bálsamo de Fierabrás contra el crimen es nada menos que la conversión del policía en robocop. He aquí las virtudes de semejante distorsión ideológica.

El camino hasta Hitler.        
Vaya esto por los juntaprobetas metidos a consejeros del príncipe. Ahora bien, ¿qué sucede a la inversa? ¿Acaso los resultados suelen mejorar cuando estudiamos casos de humanistas travestidos de sabelotodos cientificistas? Ignoremos por un momento a los figurantes del amateurismo entusiasta como Eduard Punset, un genuino iluminado del asunto cuya capacidad de extender la curiosidad intelectual viene siendo inversamente proporciona a la coherencia de su discurso político. Tomemos por el contrario la cuestión del camino desde el irracionalismo y el romanticismo hasta Hitler, por utilizar la expresión de Gyorg Lukacs citada por Fernández Buey. Es algo bien notorio que la inmunidad intelectual que muestran algunos filósofos ante las más elementales herramientas del razonamiento coherente tiene su origen último en ciertos alemanes sabihondos de la República de Weimar como Ernst Jünger o Martin Heidegger, ambos nazis. La pregunta es clara: ¿en qué medida conduce el irracionalismo filosófico a posiciones políticas alocadas? (La inversa también resulta válida para algunas escuelas: ¿es Auschwitz el epítome de la metafísica falogocéntrica racionalista tecnificada?)
Sobre el caso Heidegger (¿hasta qué punto están unidos su ontología y sus inclinaciones ideológicas?) Fernández Buey reproduce unas palabras atinadas de Karl Löwith sobre el famoso discurso impartido en 1933 por el filósofo de Ser y tiempo convertido en el rector nazi de la Universidad de Friburgo: “El servicio social y el servicio militar se vuelven uno con el servicio del saber, y al final de la exposición no se sabe si uno debe ir en busca de los presocráticos de Diles o marchar junto a las SA. De ahí que este discurso no pueda ser juzgado de modo puramente político ni filosófico. Políticamente es igual de débil que como tratado.”

La posición de Fernández Buey tiene la suerte del matiz, no obstante, en cuanto termina juzgando que “entre la formulación filosófica o la invención de la teoría (en sentido amplio) y la decisión práctica de vincularse a una determinada ideología o a una opción política hay siempre demasiadas mediaciones (talante, voluntad, expectativas personales, etnia, clase, tribu, etc.) como para establecer derivaciones fijas. Solo el periodismo sensacionalista opera como si estas no existieran.”

Publicado originalmente en Sin Permiso. 17 de Noviembre de 2013.

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