28 de octubre de 2013

¿Son Nuestros Jóvenes Escritores Unos Viejunos De Tomo y Lomo?

Un recorrido por los malentendidos y las trifulcas
generacionales del posturelo literario en España.

Algo simpático ha pasado con la crítica literaria en España. El foco de atención mayoritario se ha ido trasladando de los autores a las generaciones, de éstas a las editoriales y nuevamente a los autores. Ahora vivimos un repunte de figuras estilo llanero solitario, firmas individuales sin adscripciones de ningún tipo, ni generacionales ni corporativas. Pero hace unos años todo esto era campo, campaban a sus anchas los cotillones del sector, cualquiera diría que los reseñistas pasaban más tiempo consultando y actualizando las redes sociales que leyendo los libros que un amable cartero había dejado en su buzón, literalmente por la patilla. Atrás quedaba entonces Vicente Luis Mora, convertido hace eones en estandarte de la honestidad porque glosaba brevemente su relación personal con el reseñado antes de valorar sus publicaciones. Atrás quedaba poner las cartas sobre la mesa. Desvelar la inevitable parcialidad de cada selección de novedades. Durante un breve lapso de tiempo arrasaron las denuncias sociológicas, rollo periodismo de investigación conspiranoico, de forma que La medicina de Tongoy y Patrulla de Salvación hicieron el agosto. Mientras tanto, críticos de chaqueta y corbata como Alberto de Santamaría debatían sobre el estado de la crítica, añadiendo un anillo más de reflexión metaliteraria a una discusión que comenzó cuando Juan Malherido descubrió que, si uno escribe desde la ironía, basta con leer en diagonal una novela hasta la página 80 y (el toque del chef) colgar fotos de tías en cueros para canalizar cientos de miles de visitas hasta un blog.

Todo esto es el pasado, por supuesto. Malherido y Tongoy antes molaban, pero ahora están como reformados, salvando las pullas mutuas entre ellos. A falta de nuevos malos de la peli, Patrulla de Salvación tiene poca gente que salvar de la inmundicia literaria que —según ellos— nos cubre hasta la cintura. Los Adisson de Witt, enemigos confesados de las corruptelas y el amiguismo, chaparon el chiringuito porque «los objetivos del blog han sido, al menos, parcialmente cubiertos». La crisis no solo ha llenado nuestras librerías de marketing y accesorios, tacitas de James Joyce en La Central; también ha dejado en números rojos a los sellos que antes fueran señalados con el dedo por haberse gastado el dedo en veinteañeros. Desvelar los premios amañaos, acordarse de la madre del poeta y del editor, desinflar a los jovencitos pretenciosos, reivindicar la literatura de importación frente a los medradores nacionales, fueron objetivos nobles y deportivos de la temporada 2011-2012. Ya no. Intuyendo que este interregno paradisíaco de reseñas a la carta, atención individualizada y entrevistas customizadas no puede durar mucho, cabe preguntarse por el pasado y el presente de una ilusión, la ilusión generacional que tiene entretenidos por igual a periodistas culturales y redactores de libros de texto.

¿Se acuerdan de la generación Harry Potter?

Tampoco hagamos leña del árbol caído. Quizá fuera el intento más bajuno y más fallido de encuadernar a los letraheridos que nacieron entre los 80 y los 90. Pero la estrepitosa recepción de la etiqueta resulta indicativa de un consenso. Muchos críticos piensan sobre los escritores como los antidisturbios sobre los manifestantes: cualquier aglomeración por encima de las veinte personas será notificada y aprobada o disuelta a palos. Sin embargo, la mayoría de los jóvenes escritores que conozco piensan que, salvando bromas como el Nuevo Drama, las generaciones las carga el Diablo. Y tienen razón. Dada la acelerada reposición de ejemplares sobre la mesa de novedades de las librerías, la trinchera donde se juegan las partidas de verdad, resulta prácticamente suicida alinearse con un hastag grupal cuya pronta fecha de caducidad compite en velocidad con la corrupción acelerada con la leche buena. Más llanamente: los encasillamientos generacionales se han mostrado extremadamente valiosos a la hora de distribuir culpas entre justos y pecadores, haciendo que escritores buenísimos fueran acusados por deslices literarios ajenos, pero todavía está por ver si estas simplificadas identidades colectivas incitan a la lectura o, por el contrario, extienden un conocimiento solapado de la literatura, esto es: para juzgar un libro basta con leer la solapa, como dicen los creadores de opinión en Twitter. Lo que está claro es que nadie quiere repetir el mal trago de la Generación Nocilla. Y así tenemos recortadores profesionales como salidos de una plaza de toros, tal que Javier Calvo, cuya buena cintura le ha salvado de las generaciones que buscaban empitonarlo. Y ya van varias.

Ahora que se edita toda junta la Nocilla, la saga de Agustín Fernández Mallo, no resulta gratuito pararse a pensar por qué son tan viejunos nuestros escritores en edad de merecer, por qué practican un storytelling salvajemente costumbrista contra sus mayores, por qué la experimentación interdisciplinar ha caído en desgracia, más allá de los blogs donde los poemitas y las reflexiones jibarizadas andan de la mano. Que cada vez más veinteañeros reivindiquen como sus referentes a narradores castizos de la tradición española quizá solo responda a esa estrategia generacional que consiste en ampararse bajo la protección del abuelo Benet o de la abuela Cela cuando nuestros padres (pongamos, ¿Foster Wallace y Bolaño?) o están muertos o no quieren darnos la paga. También puede ser que las nuevas tecnologías, una vez incorporadas en la vida cotidiana, no ofrezcan las perspectivas de presentismo, fragmentación y conciencia tecnófila expandida, por mucho que insistan los dependientes de ese puestecillo llamado Modernidad; sino todo lo contrario: las novelas de 600 páginas con estructura aristotélica quizá nunca fueran tan necesarias como ahora, justo cuando la errancia en Internet reclama estas píldoras de paciencia y concentración. Claro que también tenemos esa otra lectura, según la cual una vida dañada y alienada vía Whatsapp reclama una sintaxis de encefalograma planito-plano, en conformidad con una adolescencia que ahora llega hasta los 30 años (véase Dirty Thirty, la orgía masiva organizado por los hijos de la casta política). Sea como fuere, algunos juntapalabras noveles se ha revelado contra el postureo modernista, cayendo de este modo en la misma zancadilla que los suplementos de cultura pusieron a los nacidos en los 60 y 70: meter en el mismo saco firmas que deberían juzgarse individualmente, en vez de todas juntas y a bulto.

20 de octubre de 2013

Carlos Taibo: «El realismo es la buena conciencia de los hijos de puta»


Me cito con Carlos Taibo en el Café Comercial aún sabiendo que el nombre del establecimiento quizás choque con la conversación que estamos a punto de mantener. Íbamos a comentar su libro sobre el anarquismo, donde Taibo propone —entre otras cosas— descomercializar a marchas forzadas la economía mundial. Finalmente terminamos hablando de la incidencia del clima sobre nuestra ideología, así que no hubo problemas de concordancia espacio-temporal. Cualquiera podría pensar que éramos unos astrólogos de pacotilla cuestionando una mañana de lunes la equivalencia establecida por algunos entre el sol, el calor y el buen tiempo. Contra el fetichismo del bronceado recordaba mi brillante entrevistado que, según las religiones monoteístas, el Infierno está en pleno agosto siempre. Con razón los habitantes de Oriente Medio no aprecian el fuego eterno de Satán. Y nosotros tampoco.

Carlos Taibo —para quien necesite presentación alguna— es profesor de sociología en la Universidad Autónoma de Madrid, pero todo el mundo sabe quien es por la docena larga de títulos que llevan su nombre en la solapa, los últimos sobre el decrecimiento y el 15-M. Si hubiera unas Olimpiadas para escritores, divididas por géneros y extensión, Taibo sería el Usain Bolt del ensayo. Todavía recuerdo cómo tuve entre mis manos su primer libro sobre el 15-M, apenas unas semanas después de que empezara el movimiento de los indignados, durante la Feria del Libro de 2011. «Menudo máquina está hecho este Carlos», me susurró desde detrás de la barra el vendedor de Catarata, «me factura los temas en un santiamén». Nadie tiene por qué jurarlo. Una antología de pensamiento libertario publicada hará varios años y ahora Repensar la anarquía (Catarata, 2013) ratifican su pericia sobre este tema, uno más entre tantos sobre los cuales Taibo «factura» unos textos cargados de divulgación y ganas de cambiar las cosas.

Entre cafés y recomendaciones bibliográficas, seguidas de un paseo hasta la Gran Vía donde alguien quiso vendernos ciertos asuntos a la llamada de «Mirad, creo que es vuestra, se os ha caído esta sonrisa», vete tú a saber cómo, finalmente terminamos haciendo la entrevista. Aunque no sirva como excusa, yo andaba resfriado ese día y quizá por esa razón busqué trazar puentes entre el pensamiento libertario en el sentido anglosajón (vinculado a cierta noción anarcocapitalista del emprendizaje) y nuestros acratas de toda la vida. Puentes levantados sobre ciertos pasajes del libro: «lo privado no remite ontológicamente a individualismos y egoismos: desde una percepción legítima, una escuela anarquista tiene un carácter privado»; «no cabe descartar que al amparo de [los espacios autónomos] se afiancen la competición y la insolidaridad, con un respeto postrero de las reglas del capitalismo». Puentes que Taibo pudo demoler a golpe de sentido común y precisión conceptual. Más abajo tienen los escombros dejados por semejante trabajo de demolición.



ERNESTO CASTRO. A lo largo del libro presupones una distinción entre libertarios y anarquistas. Con fines meramente clarificatorios, ¿podrías recordarnos en qué consiste?

CARLOS TAIBO. Me interesa subrayar que no pongo mucho acento en la distinción terminológica. Me preocupa mucho más lo que retratan los dos términos. Admito que la distinción terminológica como tal es discutible. Es legítimo que haya mucha gente que considere que anarquista y libertario son sinónimos perfectos. La distinción viene a subrayar que la noción de anarquismo remite a una doctrina establecida, más o menos acuñada, con perfiles precisos, y con un momento concreto de aparición en la historia. El adjetivo libertario a mi entender deja un espacio abierto de prácticas muy dispares, con lo cual no existe esa cosificación ideológico-doctrinal ni existen límites temporales claros. Yo he dicho que en el 15-M hay una vena libertaria, pero nunca diría que hay una vena anarquista, toda vez que esto implicaría un vínculo expreso con una doctrina, lo que, con toda evidencia, no es el caso. O puedo afirmar que Cornelius Castoriadis es un pensador libertario, pero me parece que violentaría un poco la realidad si dijese que es un pensador anarquista, tanto más cuanto que Castoriadis nunca se definió como tal.

Así pues, libertario define un conjunto de prácticas vinculadas con la asamblea, la autogestión, la democracia directa, que son los conceptos que maneja el anarquismo pero que no reclaman claramente un componente ideológico-doctrinal. Por decirlo de manera rápida: hay muchos libertarios que no son anarquistas, aunque cabe suponer que todos los anarquistas son libertarios.

EC. Algo bastante sorprendente para alguien formado en la tradición de filosofía política anglosajona es la ausencia de una discusión sobre el pensamiento libertario en el sentido yanqui del término, que engloba tanto a figuras cruciales de la derecha (Nozick) como de la izquierda (van Parijs). ¿A qué razones responde dejarles de lado?

CT. No sé si soy capaz de seguir el perfil de tu pregunta. La posible contaminación conceptual se deriva del hecho de que en el uso del inglés norteamericano el "libertarian" es un individualista extremo, defensor de la propiedad privada y hostil al Estado porque interpreta que este último es un detractor de impuestos. Entiendo que pueda haber cierta contaminación porque entre nosotros empieza a apreciarse cierto uso similar del adjetivo. Yo no soy quien para negarle a alguien el derecho a utilizar un adjetivo en uno u otro sentido. Lo que quiero subrayar es que el adjetivo libertario tal y como lo hemos manejado aquí históricamente, tal y como yo lo empleo, remite a proyectos comúnmente colectivos o colectivistas que nada tiene que ver con la defensa de la propiedad privada o con el individualismo posesivo. Se sitúan, de resultas, en un ámbito conceptual distinto aunque existan ciertas concomitancias.

En algún momento señalo, con todo, que la discusión relativa al anarquismo individualista tiene su interés. Yo no asumo la perspectiva de la mayoría de los anarquistas colectivistas que dicen: ésos no son anarquistas. Creo que en todo anarquista hay un individualista. Y, si no es así, es que hay algún problema. Lo que ocurre es que ese individualismo se combina eso con estrategias colectivistas, socialistas o lo que fuere. Y en ese sentido lo que estoy afirmando es que desde mi perspectiva hay que considerar en lo que vale la apuesta del anarquismo individualista. Me refiero explícitamente a Stirner, que creo que es un autor mal leído. Sólo se presta atención a la vena individualista y se olvida que no es en ningún modo un autor hostil al tipo de acción colectivista o comunista que reivindicaron muchos de los anarquistas posteriores.

EC. Como bien has dicho, la única diferencia entre los libertarios anglosajones y los nuestros sería esa consideración no peyorativa del individualismo. Así como considerar que una comunidad libertaria posible y deseable debe regirse siguiendo el tipo ideal del contrato original de tal forma que lejos de constituir un nuevo pequeño Estado, cuya estructura nada tiene que ver —pace Hobbes y Rousseau— con la noción de contrato, sea una comunidad de adscripción voluntaria en la cual quienes no están conformes con la voluntad de la mayoría no solo puedan debatir y protestar sino también retirarse de la comunidad política con su dotación equitativa de bienes.

En relación con esto último quisiera preguntarte qué entiendes por una «emancipación generalizada» que no recaiga en la formación de pequeños Estados, como dices en el libro, porque en un determinado momento otorgas un privilegio a lo que sería el anarcosindicalismo frente a los grupos de afinidad. Sin embargo, son estos últimos los que llevan hasta sus últimas consecuencias el principio de las comunidades de adscripción voluntaria, a diferencia del sindicalismo entendido como la defensa de los intereses de asalariados que, en primera instancia, no han elegido con total libertad trabajar o pertenecer a este sector productivo. ¿En qué medida puedes hacer compatible la defensa del principio de adscripción voluntaria y el privilegio concedido al sindicalismo libertario?

CT. Me parece que el nicho orgánico de los grupos de afinidad no remite a la construcción de comunidades sino a una forma de acción. Refleja el designo de reunir a personas que son muy afines y que, por estar de acuerdo en lo principal, actúan. Esos grupos no remiten a la construcción de una comunidad en el sentido de que no aspiran a construir una estructura política, económica y social que implique un cambio de las reglas del juego. Creo que se trata más bien de formas organizativas tradicionales. Y en ese terreno no son muy diferentes del anarcosindicalismo, aunque su perspectiva refleje mucho más los lazos de afinidad, como dice el nombre, que en el caso del anarcosindicalismo, que remite a una lógica laboral que viene más dada por las reglas del juego del sistema y por la necesidad de responder de una determinada manera a las agresiones que llegan de arriba.

No comparo esas dos estructuras por su capacidad de transformación social. Me limito  a decir que en el mundo libertario el anarcosindicalismo tiene hoy, como tuvo en el  pasado, más peso orgánico que los grupos de afinidad. De hecho, la mayor parte de los compañeros anarquistas que conozco no están en un grupo de afinidad. Y sí están en cambio en un sindicato o en un ateneo libertario, figura que remite a una tercera lógica distinta. Lo único que quiero subrayar es que se trata de formas orgánicas distintas, de tal suerte que el anarcosindicalismo tiene más peso que las demás. Y al tener más peso intuyo que es una estructura más fértil en términos de construcción de ese mundo distinto en el que las reglas del juego deben ser diferentes de las del entorno actual.

Cierto es, con todo, que estamos obligados a subrayar que en el propio anarcosindicalismo la manifestación de formas de cultura autogestionaria es mucho más débil de lo que pudiera parecer. Criticamos a los sindicatos mayoritarios porque son incapaces de articular ningún proyecto de este tipo, pero habría que preguntarse cuáles son las dinámicas autogestionarias promovidas por las organizaciones nominalmente anarcosindicalistas. Son prácticamente nulas. Claro es que se puede decir que esas organizaciones son incomparablemente más débiles que los sindicatos mayoritarios y que esa circunstancia limita sus capacidades. Pero aún así me temo que no hay, ni en el caso de los grupos de afinidad ni en el del anarcosindicalismo, elementos sustanciosos  que contribuyan a relacionarnos fluidamente con un proyecto de emancipación y de generación de un mundo diferente desde abajo.

EC. En un pasaje bastante sugestivo del libro vienes a plantear qué sería hoy una utopía. ¿Es más utópico pensar una posible reforma socialista del FMI o una emancipación generalizada respecto del Estado? No llegas a abordar en el libro posibilidades efectivas, utopías reales promovidas —¡ay!— desde instituciones tradicionalmente jerárquicas, solo que puestas ahora en beneficio de un proyecto emancipatorio. Estoy pensando en cosas como la Renta Básica, un ingreso mínimo asegurado por el Estado que lejos de generar mayor dependencia estaría orientado a fortalecer el poder de negociación y la independencia material de todos. ¿Que posición sostienes en relación a estas propuestas?

CT. Suelo decir que la renta básica, vista como una fórmula de transición, me parece respetable. Pero si se plantea como un proyecto que es un fin en si mismo, entiendo que arrastra problemas graves. Hasta donde yo creo entender las cosas, la renta básica implica que una institución jerárquica establezca las reglas del juego. Ello mismo está implícito en tu pregunta. Si el mundo nuevo que se quiere construir se asienta ante todo sobre la idea de autogestión, autogestionar la renta básica me parece extremadamente difícil. Me manifiesto siempre muy receloso a suscribir cualquier tipo de estructura que implique el concurso del conjunto de instituciones y jerarquías realmente existentes, por mucho que el objetivo sea construir fórmulas que tengan la autogestión como elemento central. Creo que hay una contradicción en ello.

En algún momento del libro me refiero a una discusión que tiene cierto relieve en los debates libertarios: la cuestión del periodo de transición. Parece que la mayor parte de los teóricos del anarquismo son hostiles a la idea de que debe haber un periodo de transición. Sostienen, un poco a tono con la discusión anterior, que la correlación estricta entre medios y fines hace que una vez iniciado el supuesto periodo de transición se esté alcanzando ya la etapa final. Me temo que ésa es una posición demasiado rígida. Naturalmente que tiene que haber una fase de transición en la cual fórmulas como la renta básica pueden desempeñar su papel. Cuando yo hablo de decrecimiento, con muchas cautelas sugiero que, dado que el programa correspondiente generará problemas inevitables, una forma de reducir el relieve de esos problemas sería estipular un ingreso mínimo.

Pero, y yendo ya a la cuestión principal sobre la utopía, cada vez me manifiesto más reticente ante las propuestas realistas. El otro día cayó en mis manos una frase de Bernanos, que decía algo así como que el realismo es la buena conciencia de los hijos de puta. Todos los hijos de puta dicen: la realidad es ésta y no podemos sortearla. Y la realidad es aquello en lo que se sustenta su condición de hijos de puta. Cuanto más nos alejemos del crudo realismo, más prudente y "realista", valga la paradoja, será nuestra compostura.

EC. Ahora bien, cuando estamos en una coyuntura donde lo que está en juego no es solo el socialismo o la barbarie, sino la práctica desaparición de buena parte de la flora y la fauna de este planeta, además de poner en jaque el propio sustento material de la existencia humana como especie, ¿no resulta acaso un tanto dogmático considerar, como tú haces, que la izquierda tradicional no sea un polo de debate o discusión? Siempre he pensado que hay ciertos solapamientos, tanto normativos como programáticos, entre posiciones ideológicas muy alejadas. Estoy pensando en la extraña coincidencia entre liberales y teóricos del decrecimiento.

En un libro sobre el asunto tú mismo sostienes que el programa mínimo del decrecimiento consiste en promover tasas de crecimiento del PIB inferiores al 2 por 100. Curiosamente, el modelo de capitalismo librecambista que promueven los liberales, carente de estímulos estatales, tuvo tasas irrisorias para nuestra mentalidad contemporánea, rondando crecimientos del 1 por 100 anual durante el periodo victoriano. Tú mismo sostienes que, lejos de la imagen apocalíptica que delinean los economistas tradicionales, el decrecimiento supondría regresar (en el corto plazo) a los niveles de producción y consumo de los años 60, solo que mejor distribuidos globalmente.

Así pues, durante la mentada fase de transición, aún cuando no queramos incurrir en el más pueril de los pragmatismos electoralistas, ¿no habrá —por así decir— que pactar con un buen número de hijos de puta? ¿No crees que conviene señalar los puntos de confluencia entre posiciones ideológicas que, teniendo un programa de valores y objetivos distintos, finalmente terminan generando resultados bastante similares?

CT. Has utilizado dos verbos distintos, Ernesto. Primero has dicho dialogar y luego pactar. Dialogar, por supuesto. Faltaría más. Yo estoy en diálogo permanente con mucha gente. Aunque creo que no me escuchan mucho. Hablo en varios momentos del libro de la necesidad de dialogar con otras corrientes y tradiciones. A menudo se revela en el mundo libertario un infeliz aislamiento que se asentaría en una hiperlucidez que no conduce a nada. Los hay que son tan puros que al final no hacen nada. Pactar es otra historia distinta. Voy a utilizar un argumento personal. Considero que mi deber cívico consiste en oponerme a determinado tipo de pacto de mínimos que no hace sino reproducir la miseria del orden existente. Ya hay demasiada gente que está por ese tipo de pacto. Si no acierto a apreciar cuáles son las secuelas saludables de esos pactos, me parece evidente que la lógica de las instituciones y del parlamento penetra de manera tan poderosa en la cabeza de muchas gentes que hacen que queden totalmente incapacitadas para luchar en la vida cotidiana. En un momento del libro cito a Ricardo Mella, quien respetaba que la gente votara, le parecía muy bien, pero le preocupaba mucho más saber a qué hacían esas personas los 364 días restantes del año. Y a mi también.

Lo que hay en la trastienda es un problema grave de determinación de objetivos. Cuando Izquierda Unida dice que su macroprograma consiste en buscar una salida social a la crisis, me parece que se está retratando. Hay una dramática incomprensión de todo aquello que va más allá del corto plazo. Pactar con esas posiciones me resulta extremadamente difícil. Todos decimos, por lo demás, que hay que buscar acuerdos, cuanto mayores mejores, pero todos establecemos líneas rojas con quienes no estamos dispuestos a pactar. Y tan lamentable, o tan respetable, es una línea roja como otra. Yo  preguntaría: ¿y con quién vamos a pactar? Hay gente que diría que podríamos incluir a muchos votantes del Partido Popular que son gentes respetables y sensatas. ¿Tenemos que incluir al Partido Socialista en esos pactos? ¿Tenemos que incluir a los sindicatos mayoritarios? Aunque todas las posiciones son respetables, no me queda otra que enunciar la mía: creo en el acuerdo de quienes defienden en todos los órdenes la autogestión desde abajo y son conscientes, en paralelo, de lo que significan la corrosión terminal del capitalismo y el colapso que le sigue.  

Debo agregar que la mayoría de las veces no entro al trapo de estas discusiones. He hecho alguna excepción, sin embargo, con determinadas derivas que afectan al 15-M. Me ha resultado extremadamente molesto escuchar voces que, dentro del movimiento, hablaban de configurar un partido político, rompiendo claramente con las reglas de juego que entiendo se establecieron en su momento. Como testimonio alternativo, cabe elogiar a muchos militantes de partidos que están en el 15-M y que se oponen a la instrumentalización política de éste y defienden que perseveren en su condición de espacio de autonomía y autogestión. Salvo en este debate sobre reglas elementales, mi posición suele ser tan abierta al diálogo como escéptica con respecto a las posibilidades de sacar algo en claro. Soy profundamente escéptico, en particular, en lo que se refiere a modelos como el de Syriza en Grecia. Son una ilusión óptica. Creo que muchos de  los críticos de Syriza empiezan a encontrar mayor eco porque perciben con claridad que hay un proceso de incorporación a las instituciones tradicionales, con el consiguiente rebajamiento de objetivos programáticos, además del abandono sustancial de cualquier radicalidad desde la base. Es algo que hemos vivido muchas veces. Aunque la gente juzge que este debate es nuevo, tiene ya doscientos años.


EC. Y en lugar de valorar el rebajamiento del radicalismo como algo negativo, ¿no habría que juzgar positivamente la voluntad de aglutinar mayorías sobre cierto programa emancipatorio mínimo? Sobre la conversión de las CUP o de Syriza en proyectos políticos de mayor alcance con una dimensión claramente partidista alejada del mutualismo primigenio, ¿acaso son incompatibles ambas dimensiones? ¿Acaso cierto tipo de delegación burocrática no es necesaria mientras trabajamos en una escala pequeña, dado que los problemas de nuestro tiempo precisamente tienen lugar en esferas financieras y ambientales que escapan a cualquier control por parte de organismos de tamaño reducido como los propugnados por el pensamiento libertario de raigambre ecologista?

CT. Me he topado con cierta frecuencia en Facebook con el argumento de las mayorías. Alguien dice: «Lo que tú reivindicas, Carlos, está muy bien, pero es un proyecto de minorías.» La réplica es inmediata: dime cuál es la condición de tu proyecto de mayorías. Me temo que entonces encontrará una justificación plena mi proyecto de minorías. Si para conbigurar un proyecto de mayorías debemos contar inexorablemente con las cúpulas de CCOO y UGT, mejor apagar y marcharse. Un ejemplo de las perversiones de los proyectos de mayorías lo aportaron las manifestaciones contra la guerra de Iraq en 2004. ¿Qué ha quedado de ellas? Absolutamente nada. Hay, por lo demás, una prueba del algodón en lo que respecta a las nuevas formaciones políticas, se llamen Bildu, Sortu, las CUP o Syriza. A saber, ¿qué tipo de proyecto autogestionario defienden? Ninguno, con la parcial excepción de las CUP. Cuando una formación política está en las instituciones pasa ipso facto a abandonar cualquier coqueteo que hubiera podido tener en origen con la autogestión. Yo me pregunto si esto no se debe a alguna ley inexorable. Quién está por la autogestión no está en las instituciones. Cuando me piden que respalde ciertas opciones electorales, me pregunto por qué esas mismas opciones no respaldan con orgullo las prácticas autogestionarias que nacen de abajo. Admito, aun así, que el proyecto de las CUP es el que plantea mayores perspectivas de análisis sugerente. Es cierto que ahí hay una apuesta que nace de la vinculación con la democracia directa en pequeños municipios.

En cuanto a la delegación, en la práctica libertaria hay una prosaica aceptación de alguna forma de aquélla, bien que sometida siempre a reglas muy estrictas. Me importa subrayar que la apuesta libertaria no sólo defiende la democracia directa: reclama una reconfiguración radical de la sociedad que propicie ese escenario. Eso es lo que debería formar parte del proyecto de mayorías. Decrecer, destecnologizar, desurbanizar, descomplejizar. Me temo que el grueso de las instancias llamadas a participar en esas mayorías ni siquiera se plantean estos asuntos. En los programas de la izquierda tradicional, ¿hay algún acercamiento serio a la perspectiva de la desurbanización? ¿Hay algún cuestionamiento de lo que implican las ciudades? ¿Y decrecer? Algunos me preguntan si hay partidos que me invitan a hablar de decrecimiento. Sí, cuando no están en el parlamento. El caso más extremo es acaso el de Equo. Se supone que era una fuerza política que, por su condición de punto de partida, por sus vínculos con la ecología política, estaba llamado a asumir un proyecto de decrecimiento. Nada de eso- Creo que, como quiera que en las últimas elecciones generales el propósito de esa formación política fue atraer electores indecisos entre IU y el PSOE, se estimó que lo del decrecimiento podía hacer daño en la medida en que podía entenderse como un polanteamiento demasiado radical. Si eso hace Equo, ¿qué harán los demás?

La mía no es una actitud de dogmatismo cerril que se niega al diálogo. Quienes creemos que el colapso está a la vuelta de la esquina tenemos que pactar con quienes asumen medidas para que el colapso no llegue o, al menos, se postergue o limite. Las posibilidades de alianza son, entonces, y hoy por hoy, muy reducidas

13 de octubre de 2013

Burgess y la música

Este mes hacen veinte años de la muerte de Anthony Burgess, el reputado escritor británico. Como modestísima contribución a la celebración de esta efeméride escribimos ya en otro sitio sobre La Naranja Mecánica, un artículo que ahora acompañamos con esta reflexión sobre la influencia de la música en su escritura. Seguramente sean sus composiciones musicales la faceta creativa menos conocida de este personaje verdaderamente renacentista. Mayor injusticia supone este olvido cuanto que Burgess fue un compositor bastante potable dentro de la tradición clásica británica, por lo común mediocre. Basta recordar el epíteto que los alemanes se reservaban para Inglaterra: «la tierra sin música». Las partituras de Burgess siguen siendo, en medio de este erial real o imaginario, un tesoro por descubrir. Ojalá este texto contribuya a despertar, dentro de los límites posibles, una curiosidad que hoy apenas puede saciar YouTube o cualquier sistema de música on-line.


Amén de católico sobre todo, Burgess fue compositor musical clásico. Sobre el Ulisses y sobre Cyrano hizo sendas operetas, una para la BBC y otra para Broadway, cuya calidad estética me reservo el beneficio de valorar para mí mismo. Quien calla otorga. Mi silencio viene motivado por el carácter epigonal, la profunda impronta de Edward Elgar, el carácter alimenticio de sus encargos. Quien quiera escuchar a Burgess, que ponga algún anuncio de helados o contemple desfiles militares, triste resquicio para los compases (neo)clásicos del siglo XX. Allí (en los desfiles, en los anuncios) pueden hallar fragmentos de Edward Elgar, uno de los compositores británicos peor conocidos (¡cuánto mal ha hecho la música pop!), cuya primera sinfonía encantaban a Burgess cuando anciano. When he was young, cosas de la vida, gustaba más de las Pomp and Circumstances Marches. Como saben, todo escritor canónico tiene una descripción hiperbólica sobre su formación, una profecía de su vocación, una mitología de su profesión, una historia increíble —para que nos entendamos— sobre el capullo que apuntaba maneras y luego deviene en flor. El retrato del artista adolescente burgessiano, sin embargo, no cuenta con poemas escritos a los 10 años o con premios literarios comarcales durante la adolescencia, sino con sonatas compuestas y perdidas durante la II GM. No en balde, Anthony estuvo reclutado y acuartelado en Gibraltar, a la espera de la embestida patriótica del Generalísimo, cuyos recortes de cintura entre el Eje y los Aliados —jugador de chicas, perdedor de mus— bien valieron 40 años de dictadura. Las liras inglesas hicieron que en 1942, gracias a Dios y a la diplomacia americana, no hubiera que llegar a las manos. Ese peñasco no merece la muerte de nadie.

Y menos la de Anthony.

Ahora en serio, music was his passion. Una pasión compartida, claro. Fue Kubrick quien tuvo la idea de la novela más musical de Burgess. Solo pensar en ello me pone —por utilizar un eufemismo— los pelos como escarpias: una partitura sobre Napoleón y su época, ¿se imaginan? Y lo mejor del asunto es que la idea (miento: no fue invención de Kubrick) encontró ejecución por partida triple: primero Ludwig van Beethoven, luego los epígonos escribidores y grabadores. Kubrick necesitaba mucha pasta para grabar lo que más tarde sería Barry Lyndon. Muchos medios técnicos y localizaciones apabullantes se requerían. Burgess, por el contrario, tenía suficiente con su propio ingenio. Fueron bastantes unos meses para tener listo el guion, que Kubrick rechazó, como hacía siempre en calidad de escritor frustrado. Burgess rehízo el material bajo el rótulo de la Sinfonía Napoleónica: una novela escrita según la pauta de composición de Beethoven. Se puede decir —sin ánimo de ofender— que los royalties de La naranja que Warner Bross nunca llegaría a embolsar, Burgess se los cobró en ideas más tarde.

Total, que la proverbial agilidad literaria de Burgess también tenía mucho de musical y de sonora. El chico llevaba en la sangre la indiferencia hacia los continentes, el trabajo mediante variaciones y ritornellos, la falta de miedo ante la repetición de los temas. Y cuando digo continente, me refiero a los códices, por supuesto. Para Burgess la división de sus escritos en volúmenes con tapas, índices y títulos solo tenía sentido monetario. Él escribía y punto. En una ocasión, ante una crítica negativa que señalaba la «media cocción» de cierta novela suya, especuló con la posibilidad de volver la historia de nuevo. No una continuación. No. Si Goethe pudo saquear de la cultura popular las aventuras de Fausto, empeorando el original según Chesterton, ¿por qué no atracar de nuevo las propias ideas? El tiempo apremia / las cuestiones permanecen. El desdén de Burgess hacia todo aquello que no fuera creación (y maquillar una obra por el nombre —disculpen las molestias— no lo es) llegaba hasta límites encomiables. Ante la amenaza de llamar una novela suya de otra forma (el título inicial de Earthly Powers era The Instrument of Darkness y luego The Princie of the Powers of the Air), Burgess no tuvo más remedio que encogerse de hombros. Por él, como si los editores prefieren enumerar las obras maestras, en lugar de bautizar los productos de consumo literario con el fetiche del nombre propio y el ritual de los elogios críticos. Novela no. 21 por Anthony Burgess, ¿qué me dicen?

Un lema —pensaba— con cierto gancho comercial.


[Publicado originalmente en Libro de Notas. 10 de octubre de 2013.]

6 de octubre de 2013

Los Elogios Perdidos

En la introducción a su antología sobre el new journalism, Tom Wolfe explica que reporteros de guerra como Michael Herr, periodistas de tendencias como Gay Talese y hasta colgados por oficio como Hunter S. Thompson se hicieron un hueco en el panorama literario yanqui a falta de escritores de ficción que retrataran la realidad del momento con la fidelidad dickensiana pertinente. Mientras en Estados Unidos se estaban produciendo los mayores cambios culturales desde el periodo victoriano, muchos novelistas profesionales andaban redactando la enésima novela sobre la alienación personal, escrita sin excesivas filigranas estilísticas, situada sobre un algún decorado impersonal, habitada por personajes de cartón piedra, según los cánones de la distopía británica y del existencialismo afrancesado. Bajo unos parámetros narrativos similares podemos colocar Motorman (1972), la novela de culto de David Ohle (1941), recién editada en castellano por Periférica, con un solvente traducción de Juan Sebastián Cárdenas, en una edición cuyas solapas nos informan que, gracias a la intermediación de Gordon Lish, las primeras páginas del libro aparecieron en la revista Esquire, campamento fortificado del nuevo periodismo wolfeano. Pero las sorpresas y las coincidencias no terminan aquí: «En el mismo número se incluyó otro relato», según informan las solapas, «firmado por un escritor colombiano también desconocido para los lectores norteamericanos. Se llamaba Gabriel García MárquezMalas noticias si lo mejor que pueden decir unos editores de un libro suyo es la mera contigüidad espacio-temporal con otros textos que sí hicieron historia en las páginas de una célebre revista. Toca por tanto defender a Ohle contra quienes le elogian y le publican sin decir nada bueno suyo.


Con independencia de la recepción histórica, que en Estados Unidos fue muy favorable y no poco masiva, Motorman conjuga muy bien todos los factores del género distópico: unos escasos personajes atrapados por la insignificancia de su vida cotidiana; un escenario degradado en términos ecológicos y humanos; una narración sincopada por el estilo fragmentario. Los protagonistas de la novela (Moldenke, Bunce, Burnheart) forman un triángulo de arquetipos. El primero cumple la función de cobaya humana con fines experimentales. Los otros dos se diputan el puesto de científico maligno y de torturador psicológico. Hacia la mitad aparece un amor furtivo en las marismas, Roberta, cuyos pezones compara Moldenke con sendas gomas de borrar. A su alrededor vagan autómatas de plástico llamados gelatestasSin maquillaje, la cabeza era un globo gis relleno de algo espeso que chapoteaba en el interior») y la gente mastica chinas que interponen «una capa de algodón» entre la realidad y el sujeto alucinado. Entremedias estalla la Guerras de Pega, un trasunto de Vietnam desde cuyo Falso Frente nos informa el General Molenke, alistado en el ejército de los tullidos voluntarios, quienes contribuyen con sus heridas a la noble causa de la patria; el periodo de entrenamiento merece la pena ser reproducido aquí:

«El soldado de pega delante de Moldenke se dio la vuelta y dijo: "Estoy orgulloso de lo que he dado por mi patria". Se abrió la bragueta y le enseñó a Moldenke una palanca sin cabeza


En ningún momento de la trama llega a revelarse cuales fueron las causas que concurrieron en la producción de este escenario distópico. No obstante, entre las eventualidades que agravaron más si cabe la situación quisiera destacar una brillante anécdota sobre la privatización de las funciones estatales. La historia comienza, cuan fábula de Esopo, con una plaga de roedores que está causando estragos en el correo: el papele burocrático aparece con mordiscos por todas partes. El Estado decide contratar a unos gatos, «una solución de tipo cadena alimenticia», apunta David Ohle. Sin embargo, «para detener la oleada de enriquecimiento, esclavitud y tráfico de veneno que había surgido entre los gatos», el gobierno interpone unos Estatuos de Bolsa Privada, conforme a los cuales las ratas se dividen por sectores y se asigna una circunscripción de roedores a cada felino. Ante esta división del trabajo, los gatos más débiles reclaman «que todas las bolsas sean vigiladas por igual y que todas las recaudaciones sean divididas en consonanciaHe aquí un resumen figurado, en 300 palabras, de algunos problemas nuestros. Cuando la ciencia ficción deviene en actualidad molesta y persistente.

[Publicado originalmente en Quimera. Octubre 2013.]

5 de octubre de 2013

¿Es Lavapiés el nuevo Chelsea madrileño?

¿Hace cuánto que no pisas una galería? Si la respuesta es «Jamás, cada vez menos, lo estoy dejando» y da la casualidad que vives en Madrid, no sabes la que te estás perdiendo. Que conste que no estoy hablando de las indudables dotes sociales del galerista. Entiendo que hay cosas mejores que hacer un sábado por la mañana en lugar de elogiar una obra cuya base conceptual nadie, salvo el redactor del catálogo, parece entender muy bien. Tampoco hace falta mencionar las exenciones de impuestos que conlleva el invertir vuestro capital (¡el mío no, desde luego!) en unas entidades artísticas cuya producción, según la opinión del respetable, podría afrontar cualquier hijo de vecino y cuyo precio además aumenta como hacía el ladrillo antes de 2008, sublevando el liberalismo hasta del mejor pintado. Olvidemos por un instante que Gao Ping, el chino líder en blanqueo de dinero y amigo íntimo de Nacho Vidal, tenía una galería justo a las espaldas del Reina Sofía. Pensemos en cosas importantes de verdad. Esas cosas que hacen de las inauguraciones de exposiciones un complemento imprescindible, justo detrás de las series de la HBO, para tener una dieta variada y saludable.

Hablemos de canapés.

Los hay de mil formas. Antes de la crisis hubo una moda de tostas finas à la nouvelle cuisine, jamón del bueno, canapés divididos en entrantes, platos fuertes y postres. Yo invitaba a mis colegas del Juan de la Cierva, un instituto público, y conseguía que las paredes de sus refugios tomaran otro cariz. Allí donde antes había un cartel del GTA San Andreas ahora lucía una calavera de Damien Hirst. Por aquél entonces, en Italia, algunos jubilados valientes y osados se ganaron el nombre de «I Mangiatori» porque acudían en masa a los actos culturales, se sentaban en primera fila, siempre cerca de los fogones y de las salidas de emergencia, como zombis en busca de una bandeja. Uno de mis mejores amigos sintetizó la verdad del momento. No sé si fue Andrés o Guillermo, uno de los dos estudió luego Bellas Artes, pero nunca olvidaré sus palabras. El caso es que estaba hablando por teléfono, borracho como una cuba, a la salida de Malborough, cuando pronunció la frase: «Mama, no quieras saber dónde he estado. Aquí se cena incluso mejor que en casa.» Así fue, en efecto. Milenios de mística culinaria maternal hechos trizas. Y todo por culpa del paladar exquisito del coleccionista. Yo le bendigo.

Luego vino la crisis. Y con ella, los colines que ahora acompañan las porciones triangulares de queso con denominación de origen García Baquero. Por suerte, el creciente número de galerías ha suplido la calidad claramente en declive del tentempié madrileño. Solo en la capital del Reino, como informa un amable mapita desplegable, hay 50 galerías inaugurando exposición la semana pasada. La comparativa con Barcelona —la competencia, ya se sabe— resulta apabullante en favor del relaxing cup of café con leche. No siempre fue así. En el último lustro se ha producido un importante trasvase cultural entre ambas ciudades. El resultado actual arroja una curiosa división nacional del trabajo. Dejando de lado la música, la industria editorial sigue teniendo una presencia mayoritaria en BCN, mientras que el negocio artístico, por el contrario, se concentra en MAD a marchas forzadas. Cada quién dirá que prefiere. Una elite arty o un círculo libresco.

También vale quedarse con ninguno.

Sea como fuere, Gao Ping estuvo arropado, tuvo buena compañía. La calle Doctor Furquet, donde estaba situada su galería Gao Magee, se ha convertido en el epicentro del renacimiento expositivo madrileño. Hasta hace poco el grueso de los marchantes tomaban posiciones en las cercanías de la calle Génova, donde están sitos —¡sorpresa!— los Head Quarters del Partido Popular. Tampoco parecía sorprender a nadie esta feliz coincidencia entre poder político y dinero embutido en vitrinas o colgando de paredes. A fin de cuentas, la competencia estaba entonces compuesta por unas pocas sedes en la rivera adinerada del Parque del Retiro, tocando con el barrio de Salamanca, y algunos espacios a la vera del Reina Sofía (Espacio Mínimo) o de la Fundación La Caixa (Raquel Ponce, La Fábrica). La reciente apertura de hasta seis galerías en Lavapies, siguiendo esta idea de Kunst = Kapital, ha generado la imagen de un barrio hipsterizado. Algo así como un Chelsea con bocata de calamares.

Sin embargo, la gentrificación del centro de Madrid discurre por una trayectoria bastante distinta. El Chelsea original de Nueva York quizá sea famoso por tener el mayor número de galerías por metro cuadrado, pero también mantiene abiertos algunos talleres de reparación de coches, por ejemplo, donde todavía pervive cierto pasado de cuello azul. Basta con dejarse ofrecer costo en Lavapiés para ver la diferencia. La ausencia de centros de trabajo fordistas y la presencia masiva de inmigrantes, bastante similar a El Raval en ese sentido, hacen de este distrito un espacio de futuro imprevisible. Aunque no conviene hacer pronósticos, cabe esperar que cualquier intento de desplazar a los habitantes previos a la llegada del mundo del arte tenga aquí tanto éxito como tuvo en las proximidades barcelonesas del MNCARS.

Esto es: cuatro skaters y poco más.

1 de octubre de 2013

Olvidar a Althusser

¿Qué fue de los filósofos 
esquizofrénicos y homicidas? 


Cuanto más leo sobre la vida de Althusser más sorprendente resulta imaginar que semejante personaje tuviera encandilada a toda una generación de jovencitos convencidos por la Causa. Tampoco entiendo porqué me sorprendo. Los jóvenes lectores de Zizek, incluido un servidor, serán juzgados con similar indulgencia por los adultos que estamos condenados a ser en el futuro. Nada que ver con la lectura evolutiva de la transición ideológica que viene siendo habitual entre nosotros, los zurdos que estamos dispuestos a cambiar de opinión: lo maduro, por mucho que insista Jiménez Losantos, no es ser de derechas; los adolescentes izquierdistas muchas veces tienen la razón, aunque sea por las razones equivocadas. Ayer fueron las estructuras, esas mismas que nunca bajaron a la calle; hoy lo Real tiene a muchos embelesados. Paris sigue siendo, a través de la mediación de Itaca, entre otros sitios, la ciudad de EEUU donde está situada la universidad de Cornell, el epicentro de la confusión ontológica. Basta con echar un vistazo a la sección de filosofía política para constatar que las novedades editoriales siguen rumiando la herencia francesa del estructuralismo y su muerte anunciada como ciencia.

En The Left Hemisphere, por ejemplo, el libro de Razmig Keucheyan publicado por la editorial Verso que pretende «hacer un mapa la teoría crítica actual», sinónimo para muchos de filosofía política a secas, descubrimos que 3/4 de los autores glosados, salvando los economistas políticos, los teóricos del imperialismo y los políticos/historiadores/sociólogos del capítulo "Class Against Class", son epígonos del pensamiento afrancesado. Y al menos cinco (Étienne Balibar, Jacques Rancière, Alain Badiou, Ernesto Laclau, Toni Negri) fueron en los 60 y 70 detrás de Althusser (y de Mao). No está nada mal, insistimos, para un autor cuyos libros están comiendo polvo, apenas se editan y nadie los reivindica si no es para marcar distancias con todo lo malo del 68 (el SIDA, las drogas, la sobredeterminación psicoanalítica y los AIE). Lo curioso de semejante pensée unique crítico, como decimos, no es tanto la lentísima reposición de conceptos, pues cada autor tiene unos cachivaches terminológico distintos, los cuales sustituyen eficazmente la originalidad por la variedad de palabritas. Tampoco resulta alarmante la concentración de los pensadores en la Academia yanqui y británica, aunque a juzgar por el volumen de traducciones que realizan las editoriales anglosajonas parezca que Alemania, después de Habermas y de Honeth, no es país para filósofos. O que solo pasa algo en Italia, donde salen como setas los Bifo, los Agamben y los Esposito. No hay motivo para la alarma o el acusar de provinciano a nadie. La cuota de multiplicidad cosmopolita está asegurada gracias a apellidos como Benhabib o Spivak.

Lo curioso, por el contrario, es el velo que algunos corren sobre las raíces en última instancia althusserianas de buena parte de los debates actuales. Algo similar pasó en la filosofía continental en su variante alemana: la coronación de los discípulos de Husserl como maestros del pensar llevó a su práctico olvido. También es cierto que el lenguaje coloquial de Heidegger jubiló los tecnicismos de la fenomenología husserliana, igual que hoy hablar de la «democracia» y la «diferencia», como hace el aclamado Rancière, resulta más trending topic que defender el corte epistemológico de Das Kapital. Tal es la desgracia de Althusser en la época de la teoría de supercuerdas. Peor suerte corren, pensarán algunos, los intelectuales de pretensión científica y análisis empírico, tal que Freud o Marx, reducidos hoy día a la condición de referentes de la filosofía continental, que igual adornan una reseña sobre Joyce que permiten explicar porqué √-1 es igual a Le Phallus. El destino de Althusser no es, sin embargo, menos trágico. Repudiado por la sociedad francesa en su conjunto tras haber matado a su propia esposa, Althusser se convirtió para muchos en un loco que había ahogado con sus propias manos a Helene Rytman. El resto de su vida no mejora para nada, por desgracia, esta impresión primera.

La opinión que algunos tienen sobre Althusser en verdad se corresponde punto por punto con la realidad. Althusser fue un católico convertido a comunista, fenómeno harto común en la Francia de los años 50, gracias a un proceso de conversión paulatino donde cierta noción de culpabilidad intrínseca y bastantes ganas de negar la personalidad individual propia hicieron las veces de nexo de unión entre un credo y el otro. Tras haber cumplido condena por homicidio a sangre fría —estranguló a Helene durante un masaje— con el atenuante de haber padecido una «reacción confuso-onírica» —que apenas duró unos minutos: «He matado a Helene. Haz algo o quemo la escuela», le dijo al médico de la École Normal—, Althusser parecía dispuesto a ingresar en un convento, o eso se rumoreaba. Unos años atrás había intentado «mediar entre Roma y Moscú para salvar el mundo», según dijo, mediante una infructuosa audiencia con el papa Juán XXIII obtenida gracias a la mediación de Guitton, su maestro. También resulta importante recordar que el adolescente Althusser, influido por la lectura de El juego de los abalorios de Hermann Hesse, ese novelista corruptor de la juventud, tenía pensado fundar una fraternidad rollo La Orden de Castalia, una comunidad secreta de filósofos en busca de la vida buena, alejada del mundanal ruido.

Salvando la ajetreada actividad pública que llevaba a cuestas, cualquiera diría que el cenáculo de la calle Ulm, donde estaba situada la mítica École Normal, era una modesta realización de este ideal, medio estoico medio oriental, donde la negación del individuo cumple una función preferencial. Pronto supo Althusser, sin embargo, que el oficio de la filosofía, en un contexto social convulso que obliga a que los intelectuales se pronuncien sobre lo humano y lo divino, está más próximo al escapismo que a la búsqueda de la verdad, tiene más de Harry Houdini que de Epicuro. Como confesó en El porvenir es largo, la primera de sus autobiografías, Althusser aprendió a escribir filosofía imitando los circunloquios de Guitton, su hombre en el Vaticano. Gracias a Guitton alcanzó una conclusión profesional acorde con la noción de si mismo como fraude y cero a la izquierda que tenía desde que comprobó que solo copiando podía aprobar los exámenes de la escuela: «hacer filosofía consiste en poder hablar con claridad de todo deduciéndolo desde el vacío».

O eso se decía a si mismo.
 
Este martirio estaba además acompasado por algunos plásticos ejemplos de ignorancia confesada que hicieron volver por igual el rostro de vergüenza a amigos, acólitos y allegados. El autor de Pour Lire le Capital no había leído Das Kapital, reza la letra grande de la confesión. La letra pequeña matizaba que primero se propuso escribir y luego se puso a leer sobre Marx. El caso es que Althusser invirtió los tiempos del experto en cuestiones filosóficas, primero las intenciones y luego los conocimientos, asentando una senda de improvisaciones más adelante transitado, con mayor o menor excelencia mediática, por los nouveaux philosophes franceses. Menos conocidas son las confesiones de Althusser sobre Heidegger —se inspiró en él para escribir Pour Marx, «aunque solo le conocía de oídas»— o sobre Lacan: «Fui a oirle (apenas ojeé sus libros) sin entender nada de su discurso conturbado, falsamente barroco e imitador de Breton, manifiestamente creado para hacer reinar el terror en su seminario.» Como señala Roudinesco, existe una distancia infinita entre la influencia que tenía Althusser sobre las querellas de las distintas escuelas de psicoanálisis parisinas y los errores de rookie (un punto por encima del principiante) que solía cometer en sus escritos sobre Freud. Roudinesco se refiere en concreto a una ponencia sobre la transferencia, escrita en 1976 para la Reunión Psiquiátrica de la URSS, que tuvo que ser retirada en el último momento para evitarle a Althusser la defensa en público de ciertos errores de bulto.

Con la década de los 80 llegó el revival del sujeto. Los estructuralistas se pusieron a practicar los géneros en primera persona, tal que las memorias o el diario, aquellos formatos de escritura que hasta hace apenas unos años sus propias teorías habían calificado como insuficientes para capturar el nuevo espíritu de los tiempos. Se ve que, una vez muerto Sartre, los jóvenes samurais perdieron las ganas de pelea. El hecho es que todos, desde Foucault hasta Barthes, pasando por el propio Althusser, empezaron a cultivar el pronombre en primera personal del singular. Claro que Althusser había declarado en el juicio que no recordaba los sucesos que hicieron de un masaje una muerte por asfixia. Uno se pregunta por tanto si la tercera persona asumida para describir el asesinato de Helene, lejos de responder a una filosofía del olvido de si, viene impuesta por la exigencia de coherencia narrativa que reclama una comparecencia ante el juez. Sea como fuere, Althusser narra el desarrollo de su existencia desde la perspectiva de un conjunto de principios psicoanalíticos que trascienden cualquier responsabilidad individual. Estas resonancias prehistóricas encarnadas en su conducta se resumen en una sencilla fórmula: el «no es más que». Que con 29 años Althusser siga siendo virgen —por ejemplo— «no es más que» la forma que asume el rechazo hacia la carne materna. De poco importa que esta castración autoimpuesta venga acompañada de una doble moral, según la cual nadie nunca podrá amar semejante energúmeno llamado Althusser, quien siente verdadera repulsión hacia la «piel obscena» de su mujer cuando ambos están acaramelados; pero por otro lado, el bueno de Louis no se priva de aprovechar el verano para practicar el fornicio acuático con desconocidas en la playa mientras su mujer contempla desconsolada el espectáculo desde la arena.

La médula espinal de este olvido de si está resumida con maestría por Guillermo Rendueles: «En términos generales, su autobiografía está vertebrada por una curiosa incompetencia moral para distinguir lo importante de lo accesorio. Althusser confiesa su cobardía ante acontecimientos banales o culpas completamente imaginarias para, a continuación, reafirmarse en acciones políticas y personales canallescas. Relata sin el menor rubor o arrepentimiento que escribió en favor de Stalin o cómo apoyó la expulsión de su mujer del Partido Comunista y, en cambio, parece creer que el hecho de haber copiado en un examen cuando era un niño prueba su falsedad como filósofo.» Y pensar que fue Helene quien —gracias a su reputación como integrante de la resistencia antifascista— logró que un psiquiatra republicano español de apellido Ajuriaguerra revisara a la baja el historial clínico de Althusser, internado por vez primera, diagnosticado con un cuadro de esquizofrenia que habría supuesto la invalidez profesional del filósofo marxista.


Quizá no fuera buena idea.

[Publicado originalmente en Culturamas. 23 de septiembre de 2013.]