25 de febrero de 2014

Viejo, sordo y fucker.

Convengamos que lo que da grima de la música clásica es su público efectivo, una caterva de abuelos con sonotone y señoras de marqués que llevan tiempo siendo inquilinos correosos en esa pensión que por cuatro duros llaman alta cultura española. Por mucho que desde BCN quieran venderle Richard Strauss a la juventud, el hecho es que las charlas en las pausas musicales del Auditorio Nacional continúan versando principalmente sobre reumatismo y dolencias varias del pasar de las eras. Nuestros mayores dictan con sus gustos la programación (naturalmente conservadora) de las salas de conciertos; por encima de ellos pasa el siglo XX sin haberles dejado ningún rasguño plebeyo. Son peores que los hipsters, pues su postureo se remonta hasta la noche de los tiempos y exigen a ritmo de valls ruso nombres de alemanes muertos que no sabrían —dado el caso— deletrear. Son los que, cuando no están dando palmas, tosen de forma mimética o se suenan la nariz, los que dicen amar George Bizet pero no recuerdan otro título que Carmen, los mismos que el pasado domingo por la mañana acogieron en Madrid con notable tibieza y a destiempo a John Adams.
      John Coolidge Adams (1947) es un compositor formidable, según muchos el mejor de nuestro tiempo, la persona que incorporó en el minimal el espíritu de la música plebeya yanqui, una suerte de Walt Whitman de la tonalidad perdida y luego recobrada, quien escribiera sobre pentagramas sucesos de nuestro tiempo como la reunión entre Mao y Nixon (Nixon in China) o el secuestro terrorista del Acchile Lauro (The Death of Killinghoffer), y ahora está por vez primera en España demostrando públicamente —entre otros ítems— su perfecto castellano. Menciónese la formidable capacidad de dirección orquestal que proyecta, esa forma peculiar de doblar las rodillas como un bailarín de regatón; John Adams lleva el ritmo en la cintura, no solo en la batuta, y agradece atlético los aplausos con la mirada puesta en algún lugar cercano, y la garganta veteada de arrugas mientras palmetea los quitamiedos del escenario con gesto de «Esto está hecho», y sus gafas de Harry Potter volviéndose imponentes por efecto de los focos. Sus gestos son eléctricos y su mirada, cálida es decir poco.
John Adams toma el micro y dice ‘Ahorita’. Explica qué viene luego, después de interpretar con solvencia la obertura en mi mayor del Fidelio (Op. 72c), una pieza rara para empezar: la única ópera que compuso Beethoven, a la que fue sumando hasta cuatro oberturas distintas, genuina work in progress dentro del repertorio compositivo del maestro; la primera versión está justamente truncada y olvidada, la tercera se considera la mejor, pues funciona como elemento expresivo independiente, y la segunda me parece la más adecuada cara a los motivos románticos del libreto, aunque no contenga los ecos de trompeta de Florestán como otras y sea despreciada por los intérpretes contemporáneos porque incurre en silencios incómodos de flauta travesera y clarinete sobre chelo, pero de todas las variantes posibles va John Adams y elige la cuarta —ortodoxa y rococó donde las haya— a modo de carta de recomendación y presentación en sociedad beethovenita.
Este gesto de respeto hacia la decisión (quizá fallida) del maestro muestra mejor que mil palabras el carácter de lo que venía ‘Ahorita’, pero John Adams hizo bien explicando en público los orígenes de su Absolute Jest, una composición que desde el mismo titulo tiene ecos (inconsciente o deliberados) de David Foster Wallace; esta ‘Broma Absoluta’ de 2010 comparte con aquella, la ‘Infinita’ literaria de 1996, algo más que etimología: en ambos casos las referencias cruzadas y las citas cobran protagonismo. En el caso de Adams, el intertexto sonoro proviene de los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven, que el americano samplea dejando fuera los instantes de gravedad apelmazada y haciendo suyos los gráciles scherzos, reforzando la concepción que tenemos de Beethoven como sumo virtuoso y —voy a tirarme a la piscina— neobarroco avant la lettre que abofetea sin piedad el romanticismo papanata de sus seguidores. John Adams llama al Attacca Quartet, quienes responden a la convocatoria y suben al escenario llegados desde Nueva York, prestos a tocar a modo de ilustración unos pasajes del Opus 131 y del 135, para que veamos los madrileños cómo pilotaba el abuelo Ludwig van (sordo, viejo y fucker) hacia 1826. La gracia está en que los cuartetos originales tienen extractos propios y extraños (la Missa Solemnis, por ejemplo) puesto que todo lo que no es tradición es plagio y esto del apropiacionismo no lo inventaron los posmodernos sino que viene de lejos, como poco desde Stravinski extractando una commedia dudosamente atribuida a Pergolesi y que parece escrita por van Wassenaer, Monza, Gallo y quizás Parisotti, un trabajo colectivo hecho entre varios siglos que culmina con el estreno de Pulcinella, motivo de inspiración citacionista para John Adams.
      Fue una delicia la ejecución de Absolute Jest. Estaba sentado cerquísima del escenario, en 3ª fila, con medio teatro vacío por culpa del hambre y las ganas de comer, los precios ciertamente prohibitivos sobre los asientos y la publicidad deficiente de la institución, sumados al concepto equivocado que tienen acerca de su casta los ricos: tanto monta que la opera sea el arte plebeyo por excelencia, que las composiciones sinfónicas suelan remover nuestros sentimientos elementales, que algunos libretos encarnen los enredos del populacho mejor que cualquier telenovela (Betty, la fea es un aburrido tratado académico junto a las tórridas batallas amorosas de Rossini), los ricos dirán que los músicos muertos les hablan a ellos. Perfecto. Desde mi modesta localidad apenas podía atisbar los rostros de algunos intérpretes (atriles y partituras se interponen en mi ángulo de visión) pero tampoco parecía importarme demasiado, pues los miembros de la orquesta nacional suelen poner cara de poker; se caracterizan por tener gestos funcionales y funcionariales mientras realizan entre aburridos y eficientes su trabajo, como restando mentalmente los minutos que quedan para finalizar la jornada laboral, así que mi atención estaba puesta sobre los recién llegados, el cuarteto neoyorquino.
      A la derecha, el violista Luke Fleming tocaba con la nariz respingona encendida de varios colores, sus ojos estaban ora nostálgicos ora infantiles, ora de pura locura saliendo de sus cuencas, culminando cada intervención de su instrumento con aspavientos teatrales que ni el miliciano de Robert Capa y cerrando ipso facto los ojos para seguir las notas con ladeos de cabeza y sonrisas ahogadas, pues su boca estaba a punto de arrancarse tarareando; a la izquierda, la violinista Amy Schroeder parecía una sargento cuando, durante las secciones difíciles de la partitura, fruncía toda la cara y exhibía los músculos del antebrazo derecho al mismo tiempo que apretaba ambos labios en una 'o' cerrada, que no entren moscas ante todo, y mientras tanto todos los tendones y las venas subían a marcarse en la epidermis del cuello; a la violinista Keiko Tokunaga y al chelista Andrew Yee no pude verles más que los pies, firmes y en su sitio.
      Dichosa localización proletaria: la próxima vez me costeo un asiento bueno, vendo un ojo de la cara y les describo lo que pueda verse con ayuda del otro. Hasta entonces, si no nos vemos, tengan mis buenos días, buenas tardes y buenas noches. 

1 comentario:

  1. http://pitchfork.com/advance/362-st-carolyn-by-the-seathere-will-be-blood-soundtrac/

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