13 de mayo de 2014

El guante de Isabel Carrasco.

«Y bien, hermano de Jerez, ¡tenías razón! El desconocido, al que inmolaste en tu clarividente cólera, llevaba guantes. Sólo por eso, se designaba él mismo como tu enemigo. Le reconociste como tal por ese detalle. Le has matado y has hecho bien. Durante demasiado tiempo la elite de los civilizados —de quienes sufrimos el yugo— te ha abrumado con el brillo de su saber y de su vestimenta, símbolo externo.» (Editorial del semanario parisino L’Endehors, principal defensor internacional de la propaganda anarquista por el hecho, publicado el 21 de febrero de 1892 con motivo de un conocido alzamiento campesino.)
En la biografía sentimental inventada de Baruch Spinoza hay una anécdota de lo que hizo el autor de la Ethica more geometrico demonstrata cuando escuchó cómo mataban a una persona en la puerta de su casa mientras él estudiaba. Continuar estudiando como si nada. Ese pasotismo, que en la  historia original pretende reforzar la idea de la dedicación filosófica como peligrosa sociopatía intelectual, cabría recetarlo como purgante a los que, atribuyendo pretensiones ideológicas a la justicia poética de una escopeta recortada, juzgaron el trasfondo inmediato de la muerte de Isabel Carrasco, llevando la sangre fresca del desquite personal a los antiguos molinos de la intervención netamente política.
Los pontífices de la venganza del populacho entonaron sus cansinas profecías sobre sesiones intensivas de guillotina desde el cuarto de estar; los paranoicos del silencio de los cuarteles señalaron una viñeta de humor como origen del contubernio internacional. Los hunos y los hotros volvieron a demostrar que —cuando hay muertos— España sigue como en 1936; la izquierda de la izquierda queriendo hacerse selfis con los cadáveres enemigos, olvidando que los historiadores seguramente nos condenarán como los energúmenos que somos, nosotros que brindamos por los daños colaterales del resentimiento, la impotencia y el sentimiento de inferioridad, utilizando el refranero como explicación apresurada de una muerte que tiene más que ver con los temas de delegación jerárquica conocidos como the principal-agent problem (la presunta asesina era del PP y su marido comisario en Astorga) que con el boomerang kármico/ctónico que todos repiten: la posteridad del franquismo demuestra que sembrar vientos no siempre implica cosechar o recoger tempestades.
Habiendo descartado de antemano la presunción de culpabilidad terrorista que ha estado presente en la comunicación de cualquier homicidio en el Reino de España, hasta el punto de haberse murmurado entonces que Manuela Mena —la conservadora del Museo del Prado que cuestionó la autoría de Francisco de Goya sobre El coloso— pensaba bautizar aquella escena goyesca del duelo a muerte entre españoles garrote en mano como Será etarra quien salga vencedor; a falta de komandos nacional-marxistas a los que cargarles el marrón —como digo— la derecha y los apolíticos, lamentando la recepción teenager propia de las redes sociales, hicieron suyo el «¡Vaya país de sadomasos!»; un lema que suele oírse cuando, unos por voto fiel y otros por absentismo electoral, todos finalmente por costumbre o aburrimiento, terminamos renovando a nuestros caciques de siempre en el poder, esos sinvergüenzas fielmente retratados por Joaquín Costa (una docena larga de cargos oficiales marcan la línea sutil entre la desfachatez y el pluriempleo), hasta que las balas nos ahorren la molestia de votar a otros: la victoria de cualquier alternativa parlamentaria está bien condenada a fracasar.
¿Cuánto nos apostamos que el electorado potencial del PP crecerá allí donde prenda la retórica victimista, como poco en León, según vayan acercándose los comicios europeos del 25M?
Curiosamente ningún creador de opinión parece haberse tomado en serio la expresión del patriotismo sadomasoca, que tiene cierto parecido de familia con las fantasías infantiles vienesas estudiadas por Sigmund Freud en Pegan a un niño, donde neuróticos obsesivos con una infancia sin violencia corporal excesiva imaginan escenas de agresión sobre otros niños, lo que generaba en ellos «una satisfacción sexual onanista», aunque «la asistencia a un castigo de verdad resultaba intolerable para el sujeto»; una obsesión perversa que —según la habitual lectura hogareña de Freud— está vinculada a la mutación del sadismo infantil en sentimiento de culpabilidad masoquista a partir del conflicto de creencias entre (i) «Papa me quiere» y (ii) «Papa me pega»; una ausencia de coherencia epistémica que seguro estará presente —traducida a las habladurías de la cola del paro sobre la corrupción y la prima de riesgo— en las oraciones matutinas de ese 60% de los electores potenciales que todavía depositan su servidumbre voluntaria en brazos de los candidatos, las candidatas, les candidetes del Régimen.
En suma: continuar estudiando.

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