6 de septiembre de 2014

Invitados #3: Cyril Connolly, Noventa años reseñando novelas.

 
La crítica de novelas es la tumba del periodismo; es el equivalente, en el mundo de las letras, a construir puentes en algún clima tropical imposible. Es un trabajo duro, poco saludable y mal pagado, y por cada palmo de espesa vegetación que se logra desbrozar con arduo trabajo, la selva avanza el doble durante la noche. Un crítico de novelas a los treinta años ya es demasiado viejo y la jubilación temprana resulta inevitable, «les femmes soignent ces infirmes féroces au retour des pays chauds», y todos sus escritos posteriores exhiben una amarga y malhumorada brillantez, cuyo secreto sólo se puede aprender por medio de los estragos hepáticos que causa esta terrible escuela. ¡Qué carácter, qué aire congoleño transmite su agriado romanticismo! De baja por invalidez desde febrero, todavía me acuerdo de la última expansión de los prolíficos y uniformes arbustos y matorrales. Esas correosas malas hierbas, tan difíciles de exterminar, primero atacan a través de la belleza de sus flores; la propaganda o bombo, «ostentando—tal como lo describió un botánico—su enorme trompetilla que asoma del chillón envoltorio». Nervudas aunque insípidas, sin carácter aunque brillantes, estas floraciones primerizas de Girtonia o Ballioli[1] resultan más opresivas por su profesión —la mayoría de los críticos me darán la razón— que los gigantes del bosque, los Galsworthy y Walpole, cuyos troncos cubiertos de enredaderas desafían cualquier intento de echarlos abajo.
            Una de las visiones más desagradables en la selva es la del crítico que acaba convertido en indígena. En lugar de luchar contra la vegetación, sucumbe a ella y, correteando sin pausa de flor en flor, da la bienvenida a cada una con gritos de «¡Genial!». «¡Qué elegancia, qué ironía y distinción, qué apasionada sinceridad!», exclama mientras las radiantes obras maestras se reproducen rápidamente a sí mismas, y sólo aparta la mirada de los proscritos, faloamorosos, «desagradables, secos y difíciles, indignos de un inglés».
            Otra visión que debe afrontar el cínico es la aparición del novato, que llega verde de la universidad y con la determinación, «por encima de todo, de ser justo, de juzgar cada libro por sus méritos, de no dejarse extraviar por los melindres y finuras de la escritura, ni por la tentación de destrozar un libro en la reseña, sino básicamente de intentar ayudar al autor al mismo tiempo que se aconseja al lector». «Lo importante —empieza a decir— es no olvidar nunca el nivel de exigencia que uno se marca, y no acabar enmohecido.» Recuerdo perfectamente una noche en que nos sentamos alrededor de la hoguera del campamento cuando Novato y Untuoso (que por entonces ya se estaba convirtiendo en indígena) estaban «trabajando» un libro. No podría decir la fecha exacta, pero sería fácil dar con ella, porque recuerdo que se comentaba que el Mercury se hundía y Criterion resultaba cada vez más aburrida.
—Este libro —dijo Untuoso— rebosa genialidad, y no sólo es un trabajo genial, de una sinceridad intelectual apasionada, sino que está muy cerca de ser la mejor novela de este mes, o al menos del final del mes.
—De buena gana me mostraría efusivo —interrumpió Novato—, ya que en esta primera novela la señorita Culodeviolín parece una escritora con vocación de exquisita, y ha aportado tal dominio y distinción a un tema tan difícil que, en mi opinión, convierte Enredaderas o trepadoras en un libro notable no sólo como novela; si bien quizá no llega a ser de primerísimo orden (recuerde mi nivel de exigencia), al menos logra plasmar las inevitables reacciones de una mujer joven con una sensibilidad a flor de piel y una apariencia más vulnerable que la mayoría, al enfrentarse al conflicto entre el genio (uso la palabra con total circunspección) y lo que, a falta de una definición mejor, debemos llamar vida. Me gustaría, sin embargo, sugerirle a la señorita Culodeviolín con todo respeto…
Enredaderas o trepadoras —intervino Untuoso, sonriendo como un borracho— es moderna, tal como indica el título, tan moderna como Matisse o Murasaki. Es audaz y confronta al crítico con todos esos perecederos fuegos de artificio de la juventud, de la juventud de la posguerra ardiendo por completo en su incandescente fogosidad. Tomemos por ejemplo la escena en la que Alimony deja a sus padres:

A medio camino entre la primaveraverano y veranotoño cae ese mes pasado de moda que es agosto-tras-julio, época de enormes lunas amarillas, hierba seca y horribles anhelos. Alimony estaba echada pero despierta, contando los listones de la persiana, que parecían formar una espesa costra en el rico caldo de la luz del atardecer, como si fueran los dedos extendidos de un semidiós, un Marsias desollado. Detestaba estar en la cama durante el día. A través de las ventanas se colaba el ruido de la fiesta y las voces de sus padres.
—Ahora trata de pasar la roja por la siguiente argolla; con un poco de suerte quizás lo consigas. ¡Oh, cariño! Tendrías que haberle dado más fuerte.
—Pero si le he dado fuerte.
Alimony se en encogió involuntariamente. Penesar que ella sería uno de esos desgarbados adultos, ¡y mañana era su cumpleaños! El día era caluroso y sofocante, quizá en los campos… Abrió una novela que tenía junto a ella por las páginas de la introducción: «Hace algún tiempo un amigo puso en mis manos un objeto que tuve ciertas dificultades en reconocer. Sir James Buchan y el señor John Barrie, a quienes consulté, enseguida me lo confirmaron. “Sí —me dijeron—, es un libro, pero sólo unas pocas personas son capaces de identificarlo como tal”». Alimony pasó las páginas ociosamente. «Una ceñida capa de nubes se cernía sobre el lago… Weaver, estoy consumida de amor por ti, aunque en el pueblo dicen que soy una mujer dura.» «Oh, escribir, escribir así —pensó Alimony—, escribir como Mary Webb.[2] Pero ¿cómo, sin experiencia? Quizá en los campos…» Se levantó y recogió unas pocas pertenencias desparramadas. Mientras bajaba de puntillas por la escalera vio que todavía no eran las siete. De pronto se imaginó a sí misma caminando de puntillas por la vida, un tallo roto y embalsamado de las rosas de este día, como su propia ambigua juventud, ahora dejada atrás para siempre.
—¡Alimony!, vuelve a la cama. —Era la voz de su madre.
Algo en el interior de Alimony pareció estallar. Volvió su rostro transfigurado.
—Me cago en la leche, mama, déjame en paz. No voy a dejar que nadie me diga lo que tengo que hacer. Durante toda mi vida la gente no ha dejado de decirme lo que tenía que hacer y durante toda mi vida he estado huyendo de eso. Y continuaré haciéndolo. Supongo que mi vida es mía, aunque sea un caos, ¿no es así? Y tú pretendes darme lecciones cuando yo tengo que oír cómo papá y tú os peleáis en el jardín como un par de gatos callejeros. Todo me aprisiona, creo que voy a acabar vomitando.
—Querida, cariñito, corazoncito.
—Oh, mamá, déjame en paz. ¿No ves que ya estoy harta? Salió a toda velocidad, cruzó la puerta, que lucía un atractivo llamador, y salió al camino de grava junto a las ventanas del comedor. Se volvió para mirar a través de ellas. Sus regalos de cumpleaños estaban allí desde primera hora de la mañana; sobre la mesa había un solemne pastel con once velas. Desde el jardín se oía a lo lejos el golpeteo de las bolas de críquet.
—Weaver —suspiró de nuevo; y algo le dijo que la vieja Alimony estaba muriéndose, quizá estaría muerta antes de que acabase la noche, incluso antes de que la luna de Metroland se hubiese levantado en las estaciones de servicio.

—Un libro poderoso —resumió Untuoso—. No es una novela para los que prefieren…
—Sin duda hay que mantenerse en guardia —dijo Novato— para no mostrar demasiada simpatía por un escritor simplemente porque nos obsequia con un nuevo planteamiento de nuestros propios problemas.
—Una de las pocas obras maestras modernas —continuó el otro—, un libro para la biblioteca más que para el ropero, para aquellos a quienes les gusta encontrar, entre un Bradshaw[3] y un breviario, entre el oro y el brillo, una bagatela antiguo-moderna que cumpla con la definición que dio Milton de la novela como algo lento, sinuoso y sensual. Un trabajo, de hecho, un trabajo de… Pero no seré yo quien desfigure nuestro querido hábito enfatizando esa lamentable palabra. Tan sólo diré, lenta, sinuosa, aunque espero que no sensualmente: «¡Bienvenida, señorita Culodeviolín! ¡Bienvenida, Alimony!».
Y sin embargo, al rememorar esas tardes en que los destinos de tantos libros ilegibles y de otros tantos no leídos se decidían brillantemente, no puedo evitar sentir pesar y ternura más que felicidad por haberme librado de ellas. Es fácil olvidar la tensión nerviosa y la sensación de náusea, la cínica desesperanza con la que nos afanábamos por enfriar el entusiasmo de los infatigables autores. Hay algo tan limpio y sorprendente en un paquete de ejemplares para la prensa que no puede sino sentirse el placer de abrirlo. La sensación de recibir algo a cambio de nada, aunque breve, es gratificante mientras dura, y las tempranas expectativas que uno tenía de descubrir a un nuevo autor son quizá un placer menos gozoso que las esperanzas posteriores de poder desacreditar a un viejo escritor. El verdadero problema de la narrativa inglesa es que ha dejado de ser legible. Con tal de que las novelas cumplieran ese requisito, importaría mucho menos que fueran malas. Los escritores norteamericanos son legibles; por regla general, un libro norteamericano de segunda fila arrastra al lector. Después éste quizá constatará que se trata de un libro menor, pero mientras lo está leyendo disfrutará. La novela inglesa, en cambio, no tiene esta virtud, y no consiste más que en una autobiografía emocional retocada o en una descripción cuidadosamente distanciada de gente estúpida, que demuestra que el autor es demasiado inteligente para ser inteligente. Pero me estoy volviendo a acelerar. Entretanto, una nueva generación de críticos se está formando, y esto me hace pensar en la verdadera tragedia de la profesión de crítico, en esa irónica e irrevocable ley de justicia poética que ennoblece el trabajo tedioso y permite al periodista derrotado sentir en su propia ruina algo sublime. Por todas las novelas que frustra, la novela a la larga le acabará frustrando; al igual que el rey de Nemi, el asesino debe morir asesinado. Valiente y ágil, el crítico sube al ring. Se precipita ciegamente sobre las sobrecubiertas encarnadas. Destripa a algunos viejos gacetilleros. Pero sus arremetidas finalmente resultan fútiles y sus armas tienen las puntas romas, sus palabras son rancias. Puede fracasar noblemente, como Croker[4] ante su Keats; puede, simplemente, consumirse alabando o denostando (lo uno o lo otro poco importa) el incesante flujo de novedades verdaderamente interesantes y de segunda fila, pero finalmente la selva le reclama.
            ¿Qué consejo puedo, entonces, dar a alguien que se ve forzado —porque nadie puede hacerlo voluntariamente— a convertirse en crítico? En primer lugar, nunca elogies; los elogios quedan anticuados. Al hacer la crítica de un libro que te gusta, escribe para el autor; al hacer la crítica de cualquier otro, escribe para el público. Lee los libros que reseñas, pero no ojees más de una página para decidir si merecen ser reseñados. Jamás toques novelas escritas por tus amigos. Recuerda que el objetivo del crítico es vengarse del creador, y su método debe estar en función de si el libro es bueno o malo, si debe condenarlo o debe quedarse quieto y dejar que pase al olvido. Todo buen crítico tiene un tema predilecto. Se especializa en ese tema sobre el que ha sido incapaz de escribir un libro y su meta es comprobar que ninguna otra persona lo logra. Se planta en la cola para sacar las entradas a la fama y se dedica a propinar estacazos en la cabeza a sus rivales cuando éstos se inclinan ante la taquilla. Cuando ha dejado fuera de combate a un número suficiente, se convierte en una gran autoridad, que es más de lo que ellos lograrán. ¡Y si yo hubiera aguantado el clima, me habría convertido en eso! El problema de la edad de jubilación ha inquietado a los economistas desde hace mucho tiempo. Paseándote, tal como hago ahora, entre otros críticos acabados, con la salud y el temperamento quebrados por los rigores de la profesión o por los reproches de los autores, los editores y el público, no puedo evitar preguntarme, en los puebluchos de veraneo en la costa, los petits trous pas chers cerca de Portsmouth o de la Riviera donde habitan los jubilados, si estamos realmente acabados. ¿Puede volver atrás un crítico? ¿Es demasiado viejo a los veinticinco años? ¿Puede encontrar un sitio, junto a gente más joven, en la línea de fuego donde retienen las novelas del otoño, y morir con las botas puestas? Sé que es una locura soñar, pensar en estas posibilidades. Debería afrontar los hechos con el mismo coraje con que en otra época afronté la ficción.

            miser Cyrille, desinas ineptire
            et quod vides perisse  perditum ducas[5]

Y, sin embargo, estas secretas añoranzas son humanas. El otro día, mientras languidecía entre números atrasados de una revista en un hotel francés, recibí una carta de Nueva York que casi me devolvió las esperanzas. «¿Cuándo? —me preguntaba quien la escribía—, ¿cuándo le dirá usted al público que el señor Compton Mackenzie, en sus tres últimas novelas, no sólo ha atrapado el estilo de la prosa de Congreve, sino también la actitud ante la vida de Congreve?» «¿Cuándo? —suspiré, y tenía lágrimas en los ojos—, ¿cuándo lo haré?»
           
[Traducción de Miguel Aguilar, Mauricio Bach o Jordi Fibla.]




[1] Alusión a dos famosos Colleges: el Gritón, College femenino de Cambridge, y el Balliol, del que fue alumno el propio Connolly en sus años de estudio en Oxford. (N. del T.)
[2] Mary Webb (1881-1927), autora de novelas ambientadas en el medio rural y cargadas de romanticismo, morbidez, pasión e ingenuidad. (N. del T.)
[3] Henry Bradshaw (1831-1886) fue un prestigioso bibliógrafo y bibliotecario de la Universidad de Cambridge, autor de tratados sobre tipografía y sobre libros antiguos. (N. del T.)
[4] John Wilson Croker (1780-1857), político conservador y crítico literario que atacaba con ferocidad a los jóvenes poetas, hasta el punto de que llegó a decirse que su crítica al Endymion de Kyats aceleró la muerte de éste. (N. del T.)
[5] Mísero Cyrille, deja de hacer tonterías, / y lo que ves que ha perecido considéralo perdido.

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