16 de septiembre de 2014

Los cerdos heredarán la tierra. El arte de la restauración y conservación del patrimonio artístico.

[En La Croqueta. Revista de Aprovechamiento quiero sacar a la luz mis textículos más íntimos. No íntimos en el sentido de un diario privado donde revele que soy gay, porque no lo soy y tampoco constato mi día a día más allá de Facebook, Instagram, Wordpress, Blogger, Twitter, Tumblr y alguna cosa más. La pesada carga del presente. Íntimos en el sentido de escritos como realmente me sale del culo. Seguimos en el mismo campo semántico de antes: les prometo que no estoy saliendo del armario. Estoy hablando de trabajos forzados escolares, redacciones previamente desechadas por publicaciones demasiado estiradas como para aceptarme tal como soy y me presento. Esto puede sonar a auténtica mariconada, una exhibición sin fundamento, pero tiene más de risas que de lágrimas, así que relájense, porque no quiero, de verdad de la buena que no quiero confesarles nada. Que San Agustín sea, en todo caso, quien me pille confesado. Así que echen un vistazo a estas hojillas originalmente rellenadas para una revista digital que versa sobre temas de arte contemporáneo (no diré cual) y que no llegaron a publicarse por razones evidentes, palmarias, conclusivas. Irrefutables.]
Se cumplen no sé cuántos meses de la restauración del Cristo de Borja, el fresco que desgració una espontánea haciendo del salvador una imagen esférica. El meme definitivo del ser en Parménides. La boca está calcada del Grito de Edvard Munch, los ojos son una genialidad y la barba anticipa la paranoia hipster. Me han pedido que escriba sobre la rest-aura-ción, la devolución de la dimensión aurática perdida, y podría copiar citas de Walter Benjamín del atlas digital del Círculo de Bellas Artes hasta que me jubile y me hagan doctor honoris causa; no sería la primera vez. Pero la etimología y la Escuela de Francfort son cosa de aficionados. Así que imaginemos, ¿qué diríamos si mañana quisieran restaurar la restauración del Cristo de Borja como quien quita la roña del templo de Dendera y piensa que los egipcios utilizaban bombillas? ¿Estaríamos a favor de restaurar el Cristo de Borja original? ¿Quién tiene la última palabra sobre la negación de la negación?
Empecemos por el refranero. No es cierto que quien robe a un ladrón tenga cien años de perdón. En todo caso serán diez días o más de cárcel, incluso si el susodicho aca de desvalijarte. El derecho privado tiene una función, que según Bernard Edelman es la de proteger a los expropiadores de los expropiados. La monarquía española desde los Trastámara ilustra a la perfección esta hipótesis. Es famoso el caso del atracador que denunció y ganó el juicio contra el atracado por quedarse atrapado en el sótano de su casa mientras realizaba su trabajo, esto es, el atraco. Ni Theodor W. Adorno ni G. W. H. Hegel tienen la última palabra sobre la negación de la negación.
            Podríamos entender, aunque no compartir las intenciones de los hipotéticos restauradores de la restauración del Cristo de Borja. El daño está hecho y no puede desandarse, como mucho acrecentarse. Destrozar una obra maestra, como hizo Aleksandr Brener cuando grafiteó el símbolo del dólar en verde sobre la Cruz blanca suprematista de Kazimir Malevich, o cuando Pierre Pinoncelli aporreó con un martillo el urinario de Marcel Duchamp, no tiene punto de comparación con la aberración superlativa que conlleva intentar restaurarla. Ya lo dijo Bertold Brecht. ¿Qué hubiera sido de la estética neoclásica si los griegos hubieran restaurado los colores del Partenón, ese edificio hortera en rojo, azul y amarillo? ¿Qué del romanticismo manchesteriano si los Santiago Calatrava del siglo XIV hubieran ampliado (o reciclado) la abadía de Kirkstall en lugar de dejarla a su suerte? ¿Qué de la posteridad de la reforma gregoriana sin los apaños en el frontal de la Capilla Sixtina?
            En el último número de la New Left Review, Marco d’Eramo ha acuñado un término para referirse a los crímenes que realiza la Unesco cuando declara que una ciudad es Patrimonio de la Humanidad, invitando a convertir su casco antiguo en una tienda de Disney, como pasa en San Gimignano, el pueblo más bonito del mundo según los aviadores fascistas de la II Guerra Mundial, que no lo bombardearon porque estaban encandilados de sus siete torres. San Gimignano tiene un museo de la tortura fantástico. El pueblo es una reserva turística del siglo XII y XIII; todos sus habitantes viven en un polígono industrial cercano. Cuando estuve con mi familia en San Gimignano, mi hermano vomitó en la puerta de una joyería nada más bajarse del coche. Según d’Eramo, «resulta difícil decidirse entre vivir en un museo o hacerlo a la sombra de un banco gigante». No son alternativas excluyentes.
            Y lo mismo monta para el Cristo de Borja. La restauración de la restauración me recordaría a los esfuerzos que hicieron los conservadores del parque natural de Santa Cruz (EEUU) por restablecer el ecosistema precolombino de la isla. En Santa Cruz pastaron los caballos, las ovejas y los cerdos desde la llegada de los primeros colonos hasta que resultó más rentable estabular el ganado. Cuando los campesinos donaron sus tierras al parque natural, los conservadores exterminaron a todas las ovejas para que hubiera  nicho ecológico suficiente para el zorro rojo precolombino. Pero entonces llegaron las águilas doradas, desconozco si pre- o poscolombinas, pero águilas en último término que llegaron atraídas por los cerdos, y que de paso esquilmaron la población de zorros. Momento en que los conservadores introdujeron águilas calvas, con el fin de expulsar a las águilas doradas, y aplicaron la solución final para los cerdos. Según las declaraciones de Erich Aschehough, biólogo del parque natural: «Esta vez no habrá rehenes.»
            La situación de Santa Cruz y del Cristo de Borja es la misma: el intento de devolver la dimensión aurática perdida, querer recuperar la versión original lleva a joder la copia, que no estaba nada mal. Ya lo dijo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica; copio y pego: «La autenticidad propia de una cosa es la suma de cuanto, desde lo que es su origen, nos resulta en ella transmisible, de su duración de material a lo que históricamente testimonia.» ¿O qué pensabais? ¿Que iba a desperdiciar la oportunidad de hacerme el pedante?

[Publicado originalmente en La croqueta. Septiembre 2014.]

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