8 de octubre de 2014

Autopista a Murcia y al Infierno. Políticas del Moderneo Estético.

      Según Karlheinz Stockhausen, el compositor experimental alemán, el 11S fue una Gesamtkunstwerk wagneriana: una obra de arte total. Jean Baudrillard interpreta esta declaración en el primer capítulo de Power Inferno. Según Manuel Borja-Villel, el actual director del Museo Reina Sofía, la @acampadasol fue la mejor exposición de arte contemporáneo de 2011. Miguel Ángel Hernández Navarro interpreta esta declaración en su capítulo de El arte de la indignación. El interés de los filósofos por el carácter estético de la política se remonta —como poco— a Immanuel Kant hablando de la guillotina jacobina, que en las cercanías de París resultaba aterradora y en la distancia de Königsberg (actualmente Kaliningrado, propiedad de Vladimir Putin) entusiasmaba y era sublime. Con la extensión del sufragio universal, la ideologización de los medios de comunicación y el fenómeno de la campaña electoral perpetua, cuando política y estética se confunden, el interés deviene en obsesión. Después de doctorarse en ciencias políticas, Pablo Iglesias no se matriculó en un master de coaching & management & networking, si es que existe semejante aberración curricular, sino en uno de teoría crítica donde la gente tiene cierta idea de Giorgio Agamben y el homo sacer, Walter Benjamín y la crítica de la estética fascista, Jacques Rancière y el reparto de lo sensible, por señalar tres ideas fijas del campo, que quizá no valgan mucho como filosofía práctica, en el sentido estricto del término, pero sí desde luego más que mil talleres de community managing dadaísta.
      La mayor parte de estos autores ha llegado a la mesa de novedades con la pegatina de “La Central recomana” gracias y a través de la región de Murcia, que durante la revolución cantonal “gloriosa” de 1868 pidió el ingreso en los Estados Unidos, calificada por el New York Times como la nueva capital cultural española en 2010 gracias a festivales como el SOS 4.8, museos como La Conservera o centros como el Cendeac, por donde ha pasado gente como Slavoj Zizek, Michel Houellebecq, Gianni Vattimo, Gilles Lipovetsky, André Glucksmann, Michel Onfray, Ernesto Laclau, Chantal Mouffe o  Simon Critchley, invitados por el antiguo consejero de cultura, Pedro Alberto Cruz, que entra dentro de la extraña categoría de los militantes del Partido Popular que suscriben las ideas de un maoista como Alain Badiou y de un licencioso como Gilles Deleuze. Las contradicciones no terminan aquí: la renta de Murcia fue una de las que menos aumentó durante el boom y una de las que más descendió durante el crash. Igual que la de Valencia y la de Alicante. Serán cosas del Levante.
 En términos culturales, sin embargo, esta provincia ha iniciado su segunda transición. Haciendo de la necesidad virtud, del presupuesto inteligencia, el Cendeac apuesta con D.Nuevo Ensayo por los jóvenes ensayistas nacionales, uno de los principales puntos ciegos de un campo como los estudios culturales, dominado hasta tal punto por la inteligentsia globetrotter que todo el mundo prefiere discutir (en sus sueños) con un abuelo cebolleta como Fredric Jameson antes que leer en diagonal los textos de un chaval de mi edad como Eudald Espluga, aunque el segundo esté más dispuesto a entablar discusión que el primero. En la última edición del SOS 4.8, Iván López Munuera presentó su proyecto de reflexión sobre la revuelta cultural plebeya, una idea que ha tenido diversos nombres durante estos últimos años (fan riots, pop-politics, etcétera) y cuyo principal cómplice intelectual a nivel global es Greil Marcus, el primero en trazar el rastro de carmín que lleva desde Tritan Tzara hasta Stewart Home pasando por el punk, una memoria histórica que Servando Rocha —en un nivel local, con menos medios— sigue rescatando desde su editorial La Felguera.
 Próximos a esta memoria histórica alternativa, solo que destacando los elementos estructurales que subyacen a la dinámica de primero ignorar, después rechazar y finalmente mercantilizar la cultura plebeya, tan característica de la tensión que mantiene el mainstream con sus márgenes, los antiguos miembros de Ladinamo, una asociación madrileña histórica, han ganado últimamente una relevancia mediática importante (ya en compañía, ya en solitario) como los inquisidores del hipster que son, señalando como hizo Victor Lenore el desprecio de la Rockdelux por la música pokera, o refutando como hizo Cesar Rendueles la lectura del 15M en clave tecnológica, o recuperando a Kortatu frente a La Movida como emblema ochentero vintage, como hicieron Isidro López y Roberto Herreros. El problema de este enfoque consiste en tomarse demasiado en serio la existencia del enemigo demoníaco a excomulgar, como si la CT no fuera un conejo sacado de la chistera de Guillem Martínez, una proyección determinista retrospectiva que confunde intencionadamente el directo de Alaska en La edad del oro (1984) y su momia en Alaska y Mario (2014); como si la sociofobia no fuera una fantasía benthamita abandonada a partir de la unión de los librecambistas y los conservadores en la esquizoderecha que proclama defender a la familia y el mercado, cuando en realidad defiende a la Iglesia y el Estado; o como si los hipsters no fueran cuatro mataos sin voz ni voto en la cultura oficial española, que por suerte (o por desgracia) sigue siendo cosa de sangre, arena y cuernos. 


[Publicado originalmente en Eldiario.es. 8 de octubre de 2014.]

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