21 de marzo de 2014

Si odias a tu suegra o a la democracia, no culpes al inconsciente freudiano.

Dos libros que hay que leer sí o sí.

UNO. De los creadores de La historia falsa y otros escritos, el volumen de artículos de Luciano Canfora editados por Capitán Swing sobre —entre otras cosas— el secuestro de Gramsci a manos de los fascistas (¿quién cometió la negligencia en ese caso?), la correspondencia entre figuras notables de la Antigüedad (Cicerón y Bruto) inventada para justificar la resolución del conflicto cara a la posteridad, y que también cuenta entre sus páginas la mejor glosa y análisis de la recepción de un testamento —el de Lenin— que se haya hecho nunca, llega ahora a sus mejores librerías El mundo de Atenas, cortesía de Anagrama, una continuación por otras sendas de las obsesiones centrales del historiador italiano.
Miento: las sendas son las mismas de siempre: la reconstrucción historiográfica de los hechos (y el sentido de esos hechos) como operación ficcional de legitimación con las vistas siempre puestas sobre una actualidad política en disputa. Lo que resulta fresco es el método: Canfora es un comparatista, y las abundantes notas a pie de página dan cuenta de su celo investigador, pero sus libros se leen como un blockbuster policíaco. Tanto monta que el marco temporal sea el siglo IV a.C. y los personajes caballeros de túnica holgada, pues leemos sus páginas con el entusiasmo de saber cuándo y cómo queda sedimentado para consumo de demócratas/ demagogos futuros el mito de la ciudad-Estado absolutamente igualitaria y plebiscitaria en sus métodos de decisión política.
Cosa que nadie duda, por cierto, otra cosa es el ejercicio efectivo de tales mecanismos y la transición tiránica (más o menos ilustrada) que antecedió a ese remanso de presunto poder plebeyo que conocemos como el siglo de Pericles, donde las cotas de chovinismo etnocéntrico —los atenienses como salvadores de todo-lo-bueno-y-griego ante las hordas bárbaras en Maratón, una lectura puesta en nueva circulación por Frank Miller y sus secuelas fílmicas— alcanzaron ciertamente niveles de infarto. Nadie ha escrito después con tanta contundencia como hizo entonces Aristófanes sobre el pueblo pobre y mantenido estatalmente; presten oídos a Las avispas, por ejemplo:

«Tú, que imperas sobre mil ciudades desde la Cerdeña al Ponto, sólo disfrutas del miserable sueldo que te dan, y aun eso te lo pagan poco a poco, gota a gota, como aceite que se exprime de un vellón de lana; en fin, lo preciso para que no te mueras de hambre. Quieren que seas pobre, y te diré la razón: para que, reconociéndoles por tus bienhechores, estés dispuesto, a la menor instigación, a lanzarte como un perro furioso sobre cualquiera de tus enemigos.»

Lo dicho: próximamente (en realidad desde febrero, llevamos un mes de retraso) en sus mejores librerías.

DOS. Bronislaw Malinowski es un clásico indiscutible, un founding father de la antropología; lo que quiere decir que la pertinencia científica de sus asertos decrece exponencialmente cada año al mismo ritmo con que aumentan las facultades literarias del difunto y el número de filósofos diciendo chorradas teoréticas sobre lo que en su momento tuvo voluntad de contraste empírico, nunca de repetición acrítica y académicamente papagayesca. Como diría el propio en el prólogo a Sex and repression in Savage Society: «la pedantería siempre será mi principal pasión».
En este contexto: pasión = Cristo mal.
Así pues, cumpliendo las funciones de una amigable señorita de la limpieza, la editorial Errata Naturae ha desempolvado este librazo, para mayor disfrute del lector ajeno a la Academia, añadiendo un Edipo destronado donde antes solo estaba el rutinario título original. Más de un aplauso merece este ejercicio de rotulación creativa, pues ajusta muy bien las expectativas lectoras a lo escrito mismamente por el antropólogo desde las Islas Trobiand. No solo se quedó una larga temporada en ellas fundamental y principalmente porque la Primera Guerra Mundial frustró sus intenciones de retorno a Europa, sino que, desde la aparición póstuma de sus diarios de campo, donde el fundador de la autoridad etnográfica escribe sus verdaderas preocupaciones, parece gravitar sobre su figura la sombra del modelo a no seguir en el futuro: un polaco vagabundo que aguarda el título de Sir mientras confiesa su spleen hacia la cultura milanesa y la excitación que le suscitan los cuerpos ‘animalescos’ [sic] de sus anfitriones en la selva.
En este sentido, recuperar el Malinowski matizador de Freud (otro cadáver exquisito de la ciencia actual) no solo sitúa la figura en contexto; puede servir como excusa para recordar la peculiar dualidad trobiandesa entre autoridad familiar (encarnada por el tío materno o kada) y paternidad xenofílica: el padre biológico no forma parte de la veyola o tribu propia; es un extraño. Literalmente ama sus hijos, unos forasteros (tomakava). Compárese a nuestro pater familias, que en Occidente sintetiza la autoridad y la paternidad, según Malinowski:

«El resultado suele ser una amalgama: es el ser perfecto y hay que hacer cualquier cosa por obtener su beneplácito, y al mismo tiempo es el ‘ogro’ al que hay que temer y para cuya comodidad—y el niño pronto se da cuenta—se organiza todo el hogar. El padre cariñoso y comprensivo no tardará en asumir el papel de semidiós, mientras que el padre pomposo, rígido y falto de tacto se granjeará pronto el recelo e incluso el odio del pequeño

Lecciones xenofílicas relevantes —las del padre extranjero trobiandés— cara a este presente nuestro de fronteras que proliferan.

[Publicado originalmente en El Cotidiano. 20 de marzo de 2014.]

19 de marzo de 2014

Algo presuntamente interdisciplinar que (no) verás de nuevo

Los museos se han vuelto la última frontera del cine y del teatro dizque experimental, toda vez que ambos campos tienen sus altibajos de público en las salas, mientras las ganas de fosilizar sus productos y convertirlos en objetos de colgar y mirar siguen igual de vivas que siempre en el pecho de prohombres del archivo infinito como Manuel Borja Villel (véase la exposición de José Val del Omar en el MNCARS como constatación —en este sentido— del dictum: museo y mausoleo tienen algo más en común que la eufonía); pero este maridaje desigual adolece de problemas conceptuales. «El problema con las artes escénicas es que basta con separarse un poquito del modelo teatral de La venganza de don Mendo para que te metan en ‘danza u otros’, ese cajón de sastre donde todo vale», me declara en anónima entrevista un miembro fundador de Perro Paco, un blog de crítica de teatro cuyo estilo rompe con los criterios de análisis complacientes (cuando no meramente publicitarios) que maneja la inmensa mayoría de revistas de críticas del campo. 
Bajo el inhóspito epígrafe de ‘danza u otros’ estuvo precisamente en el MNCARS el pasado jueves la (¿bailarina?, ¿performer?, ¿actriz?) Cláudia Dias. A sus cuarenta y dos años (dato nada baladí como veremos más adelante), esta portuguesa natural de Lisboa tiene a sus espaldas una importante trayectoria caminando sobre el canto de la navaja de los géneros escénicos, trasegando entre la improvisación de nuevo cuño y lo puramente interdisciplinario, primero en calidad de integrante del Grupo de Danza de Almada (1990/97) y luego en el colectivo Ninho de Víboras (1997/2004), dando por conocida y descontada su formación (ahora sí: como bailarina) en la Academia Almadense y el papel que tuvo en el desarrollo de la estrategia de creación escénica en tiempo real que acuñara su maestro, Joao Fiadeiro, que consiste en realizar una ejecución que trascienda el instinto del momento pasajero para abrirse a una peculiar forma de autonomía que estriba en asumir lo dado por el entorno y conceder la iniciativa creativa a los mismísimos espectadores
Por si no quedara aclarado, leamos las palabras de Fiadeiro: «para ser verdaderamente libre, es necesario que pueda elegir; para elegir, es necesario que tenga hipótesis; para encontrar hipótesis, es necesario que comprenda el problema; para comprender el problema es necesario que tenga tiempo para hacerlo; para tener tiempo para comprenderlo, es necesario que inhiba mi tentación de actuar por impulsoComo dijo Kant: la libertad que consiste en obedecer a la inclinación del instante fugitivo no es propia de un sujeto racional, sino en todo caso de un cochinillo segoviando dorándose a placer en el horno. Afortunadamente (o no) el trabajo reciente de Claudia Dias se aleja de estas coordenadas para profundizar en el sotacaballorey de la obra teatral de bajos vuelos, capaz de abundar en universales antropológicos utilizando elementos alegóricos y un anzuelo mediático como —por ejemplo— la posición que detenta Portugal en el concierto de las naciones: pocos actores, un buen texto y palante.
El trabajo presentado en Madrid, Vontade de Ter Vontade, es un ejemplo perfecto. Por pocos actores entiendo en esta ocasión la propia Cláudia Dias recorriendo un camino de arena compactada que a todos visos simboliza la existencia humana como tránsito y mudanza mientras ella enumera (¡tan largo me lo fiáis!) los años que tendrá hacia 2050 y la iluminación volviéndose tenue y  apagándose para terminar. Por un buen texto cabe sospechar que la enumeración de una serie de trayectos posibles por encima de la cartografía colonial y geológica, hasta estelar que compone nuestro tiempo presente, empezando por los PIGS y terminando por el Reino de los Cielos, quizá pueda pasar por un buen texto si no fuera por las bromas sacadas de Wikiquotes para solaz y mayor gracia de gente que se mesa el mentón muy fuerte (Claudia Dias le pregunta a Dios: «¿Existe vida antes de la muerte?»). También parece gratuita la referencia en el programa de mano a Tony Judt (el historiador neolaborista) y a Boaventura de Sousa Santos (intelectual flotante del brasileño Partido dos Trabalhadores) como si fueran los presuntos inspiradores de la estereotipada visión que transpira esta pieza sobre política exterior. En descargo de ambos debería indicarse, como toda obra de ficción señala, que todo parecido con la realidad es inopinada coincidencia

Ah, se me olvidaba: al final hubo baile. Un contundente intermezzo donde Cláudia Dias estuvo moviendo las caderas al ritmo de cierta música latina removiendo con los pies la playa, poniendo una distancia cínico-irónica respecto de su discurso y finalmente escarbando un ‘bujero’ donde enterrar y guardar las bragas.

[Publicado originalmente en A*Desk. 19 de marzo de 2014.]

7 de marzo de 2014

El pianista que rompió tus bragas

Ríase Usted de Justin Bieber o Nikki Sixx;[i] los músicos actuales quizá mojen mucho el churro, sin duda gracias a la aparente superioridad concedida por la posición del escenario, pero nadie lo hace como lo hacía en época Franz Liszt, el primer pianista en llevarse el auditorio hasta el orgasmo y más allá. Hasta finales del siglo xviii el arrebato sonoro tenía sobre todo una dimensión religiosa, más que nada porque las óperas y las piezas orquestales respetaban muchísimo el calendario de santos, y la música de cámara —algo más laica— tenía el mismo valor y función un cráneo de jabalí sobre el marco de una puerta: elemento puramente decorativo. Sea como fuere, la popularidad de la música estaba limitada a parroquias y entornos cortesanos. No será hasta el fichaje de Händel por la Reina de Inglaterra en el mercado de invierno de 1710 que se abrió la veda del compositor masivamente querido. Y pagado: a su muerte, el autor de Agripina había ahorrado 20.000 de las antiguas libras, lo que ahora mismo equivale a varias veces el patrimonio de David Bisbal; una bicoca frente a las cifras que más tarde verán estrellas como Haydn o Rossini en una sola gira por las islas del Norte. Haydn y Rossini, por cierto, solo comparten (musicalmente hablando) las cantidades que amasaron. Una comparación entre ambos compositores ofrece ciertas pistas sobre el cambio que —nadie sabe cómo— tuvo lugar durante las Guerras Napoleónicas en materia de hábitos musicales:

(α) Marzo de 1808. Haydn cumple 76 años. El príncipe von Trauttmansdorff organiza una gala de honor en Viena. El maestro dirige La Creación, su oratorio. Tras el preludio orquestal y un recitativo sucinto aparece el coro diciendo: «Y el espíritu de Dios recorrió / la superficie de las aguas. / Y Dios dijo: Hágase la luz. / Y la luz se hizo.» El pasaje arranca pianisimo hasta la segunda ‘luz’, momento que la orquesta aprovecha para irrumpir en fortissimo, que es como recibir un manotazo después de un escalofrío. En aquella ocasión el público se arrancó en aplausos, según cuenta el Allgemeine Musikalische Zeitung, mientras Haydn «con lágrimas rodando por sus pálidas mejillas y como abrumado por las más violentas emociones, alzó sus tembloroso brazos al Cielo, como si elevara una plegaria al Padre de la Armonía.»

(β) Otoño de 1822. Rossini visita Viena. La misma revista musical informa: «Fue realmente suficiente y más que suficiente. Toda la interpretación fue como una orgía idólatra; todo el mundo actuaba como si le hubiera picado una tarántula; los chillidos y alaridos de ‘viva’ y ‘forza’ no pararon en ningún momento». Y Lord Byron corrige: «la gente lo siguió por todas partes, lo coronó, le cortó mechones de pelo como recuerdo, lo aclamó, le dedicó sonetos y lo festejó, y lo inmortalizó mucho más que a ningún emperador.» Y Stendhal concluye: «Ligero, animado, divertido, nunca pesado, pero rara vez sublime, Rossini parece haber venido a este mundo con el propósito de conjurar visiones de extático deleite en el alma común del Hombre Corriente

            Aquí entra en juego Liszt, el primer virtuoso en ganarse a la burguesía tocando el piano. A diferencia de Mozart, ese wannabe de aristócrata y cortesano biempagao,[ii] Liszt tocó ante todo tipo de públicos y tenía un trato cercano con las clases altas, se dirigía a ellas como si fuera su familia. Una anécdota de Tim Blanning mostrará el grado de reciprocidad: «Cuando se marchó de Berlín en 1842, lo hizo a bordo de un carruaje de seis caballos blancos, acompañado por una procesión de treinta coches de caballos y una guardia de honor de estudiantes, mientras el rey Federico Guillermo IV y la reina lo despedían desde el palacio real.» Viajaba además con un pasaporte expedido por las autoridades austriacas que por única patria, condición o categoría social declaraba: Celebritate sua sat notus (“De sobras conocido por su fama”). Y se alojaba en los hoteles de Paris bajo el registro de músico-filósofo en camino de la duda a la verdad. En la cima de su fama, hacia 1845, corrió el rumor de que se había prometido a la reina de España, a la sazón una teenager que había creado el ducado de Pianozares ex profeso para el pianista con los mejores dedos a este lado del Dnieper. Descuiden: en peores enredos estaba metida nuestra Isabel, hecha mayor de edad con trece años a golpe de decreto real, todo para evitar la mala sombra de los carlistas, y luego prometida en matrimonio a un Borbón primo suyo. Cuestión de genética, supongo.
No comments.
            Tanto monta la condesa de Pauline Plater, quien —ante la pregunta por el top tres de pianistas que hubieran tocado en su mansión— dijo que los mejores sin duda son Hillier, Chopin y Liszt: el primero sería el mejor amigo, el segundo el mejor marido y el tercero el mejor amante. El virtuosismo instrumental no parecía figurar entre los criterios de juicio de la condesa. Tampoco diríase que fuera el caso de las jóvenes (y entradas en años) que reclamaban la atención de nuestro músico, a pesar de que hubiera tomado órdenes menores y la gente le llamara ‘el abate’ Liszt. Algunas llevaban bordada su litografía de 1846 (obra de Kriehuber) en la ropa más inhóspita, en las prendas más insospechadas. Fue Heine quien, ante este clima de opinión, inventó la palabra ‘Lisztomanía’ para referirse a «¡Un frenesí incomparable en la historia del frenesí!». Preguntada por esta contradicción religiosa (¿acaso el entusiasmo de las lisztómanas ha decaído desde la ordenación como sacerdote de su caballero de los pentagramas y de las teclas?), Judith Gauthier estuvo tajante: «¡Al contrario, las excita más! ¡Es la atracción por el fruto prohibido!». Y sigue: «¿Era un santo? Le mostraban una veneración tan extraordinaria... ¡sobre todo las mujeres! Corrían hacia él, prácticamente se arrollidaban, le besaban las manos y le miraban la cara con éxtasis en los ojos.»
            Liszt parecía —no bromeo— un demonio tocando su instrumento. Su predecesor inmediato fue Paganini, sobre quien decían las malas lenguas que debía su técnica a un homicidio. Así se explicaba que su trayectoria como intérprete hubiera despegado tarde, cuando lo normal era ser un prodigio famoso y virtuoso desde niño, hasta el punto que la ausencia de genio y alcanzar objetivos mediante el esfuerzo —la propia idea de ascenso social— resultaba sospechosa en plena Restauración. Asesinó a una amada y estuvo veinte años en la cárcel, se rumoreaba de Paganini. Tampoco faltaba quien sospechase que la cuerda de sol de su violín estaba hecha a partir del intestino de la muerta —quien haya visto la serie Hannibal sabrá que tal cosa resulta factible (y hasta de buen gusto). En el caso de Lizst, el público exclamó ‘milagro’ durante su primer concierto público, hacia 1824, unos dicen que porque tocaba dabuten y otros que era tan pequeño (unos 12 años) que no se le veía y el piano parecía tocarse solo.
Paganini no parece haberse percatado del cambiazo:
su violín es ahora una pala y la plebe que acompaña
sus notas con sogas y cacerolas lleva el gorro frigio.
¿Mera coincidencia con la Revolución Francesa?
            Liszt y Paganini parecían demonios, en definitiva, porque su inadecuación respecto de una sociedad estamental encarnaba una variante peculiar del Diablo. Hay tantos ángeles caídos como países. Es habitual señalar (y Jankélevitch lo repite en un librito delicioso[iii]) que nuestro músico encarna el comienzo del nacionalismo o de la peculiaridad folclórica en la música clásica, sobre todo en virtud de su Rapsodias Húngaras que, junto con sus escritos sobre los cíngaros, que vienen a tener una noción de patria donde la clave no está en la identidad fortificada o prevenida del exterior, no tanto en las fronteras cuanto en el nomadismo (aquí Jankélevitch reproduce los prejuicios franceses favorables a la movilidad sin raigambre de las estepas por encima del Danubio, algo que ahora mismo nadie puede celebrar con semejante entusiasmo y atletismo filosófico) pero también debería señalarse que Liszt rompe con aquella (presunta) Ilustración monolítica sobre todo cuando aborda en su Sinfonía Fausto (op. 108) la figura del satanismo, entonces confundida en los principados protestantes alemanes con la melancolía (la Iglesia ofrecía a los exorcistas consejos prácticos para distinguir entre ambas facetas de la genialidad, entre la posesión y la malafollá, por ejemplo en el Rituale Romanium de 1614, así que seguro que había problemas de distinción entre los católicos), pero la clave está aquí: ante las ilusiones sensibles del Satán latino (cuya acechanza continúa invariable desde tiempos de San Agustín); ante la naturaleza desafiante del Lucifer británico (puesto de moda por los románticos y vinculado con Prometeo en el famoso instante del Paraíso Perdido donde Milton escribe: «Better to reign in Hell than to serve in Heav’n»); ante estos modelos aparece el símbolo de la burguesía alemana, Mefistófeles el marchante de espíritus y destinos exitosos. Ante quien Fausto toma una decisión errada, cuyo significado ideológico no resulta difícil de digerir, como indica Cesar Rendueles:

Para mí fue un descubrimiento importante entender que el cuidado podía ser una fuente de realización personal, y no sólo de sometimiento. Es algo que mi generación, la primera educada completamente en el hiperconsumismo, ha entendido tarde y mal. Nos ha pasado un poco lo que al Fausto de Goethe. Ya sabes, Fausto busca satisfacer su ambición con conocimiento, sexo, experiencias vitales, transformando el mundo… Pero nada, sigue igual de insatisfecho. Dan ganas de gritarle: «Tío, cómprate un perro



[i] Por si todavía quedara alguna, el bajista de Mötley Crüe despeja todas dudas que pueda haber sobre la falta de morbo o la presunta carencia de erotismo más de la mtv: «En los comienzos del grupo juntábamos monedas para comprar un burrito de huevo en Noogles. Mordíamos el extremo y nos frotábamos la polla con la carne picada caliente para que nuestras novias no notaran el olor al coño de otras chicas. Nos tirábamos a cualquiera lo bastante idiota o borracha como para meterse en la furgoneta de Tommy Lee
[ii] Contra una opinión bastante difundida, la miseria económica de Mozart no se debían a la falta de trabajo (o a las deudas de juego. La parte del león se la llevó el costear los tratamientos para la enfermedad de su esposa); lo que trajo su ruina fue el éxodo masivo de nobles a raíz del asedio de Viena que los turcos iniciaron en 1787. Basta con echar un vistazo a los suscriptores de los conciertos benéficos de Mozart, un formato de patrocinio entonces recurridísimo: de 176 personas, el 50% pertenecen a la alta nobleza, el 42% a la baja y solo un 8% a la burguesía. Vaya esto como refutación (aunque sea parcial) del papel que, según algunos mistagogos, tuvo la burguesía en el desarrollo de las artes: hasta finales del XIX, ese papel brilla por su ausencia. 
[iii] La colección de ensayos Liszt: rapsodia e improvisación resulta deliciosa —a mi juicio— en su segunda parte, donde el francés escribe cosas bien dichas, en lugar de marcarse filigranas de múltiples referencias y confusión conceptual a cascoporro (Jankèlevitch es un filósofo de las distancias cortas, más certero cuanto más concreto, pero también un creador de aforismos dentro del ensayo extenso, un prosista que cuenta las sílabas del párrafo y pondera el sentido de la reflexión a partir de su eco); oigamos cómo suena:

La improvisación musical la mayoría de las veces solo improvisa fingiendo que lo hace o como forma de hablar; en el lugar de la conversación académica que reserva al público la obra acabada, inmaculada, increada y pone entre paréntesis el laborioso devenir, el improvisador coloca, a modo de juego, un malentendido sobre la propia sinceridad de esa génesis: la operación se ha convertido en un elemento del opus, el tiempo aparece entonces como un prolongamiento de la obra, por más que sea una obra a la que su latencia convierte en imprecisa, difluyente, atmosférica; de ahí el equívoco de un impromptu que parece salir de golpe y que progresa como si buscara su camino ante nuestros ojos cuando incluso sus tanteos están determinados de antemano por ficción e idealizados por el artificio de una reconstrucción retrospectiva: una música oral, hecha para no ser ejecutada nunca dos veces seguidas del mismo modo, se convierte en música escrita. La improvisación es la aproximación profesada; la propia vacilación engendra en el oyente una simpatía agradecida por ese proceder imperfecto, errante, aproximativo y jalonado de fracasos que se supone que es el de la vida. «Quasi improvvisando», leemos un poco en todas partes en las obras de piano de Liszt.


[Publicado originalmente en Paco Perro. 5 de marzo de 2014.]

5 de marzo de 2014

Sobre lo que Jordi Évole no se atreve a bromear: la Transición española a través de sus ficciones

Es cierto que la función política de una buena ficción estética consiste en ampliar el campo de lo pensable, dos pasos por detrás del sentido común y uno por delante de la historia, haciendo explícitos nuestros prejuicios inarticulados para que el trabajo empírico posterior se encargue de ilustrarlos o refutarlos. Podemos corregir los pronósticos que contienen películas como Regreso al futuro (Steven Spielberg, 1985) y a la vez abrazar las sospechas acerca del estancamiento tecnológico del neoliberalismo: «Me prometisteis colonias en Marte. A cambio, tengo Facebook», titulaba la revista de tecnología del MIT; la figura de un 2012 donde Martin McFluy puede montar un patinete flotante sobre las aguas permite cerrar las bocas de quienes brindan sin tregua por Internet y la llamada tercera revolución industrial.[i]
      Pero también hay ficciones que encubren la realidad maquillando o embelleciendo ciertos aspectos de la verdad oficial, quitándoles a los alienados su parcela legítima de sospecha —que seas un paranoico no implica que no te estén persiguiendo; Kurt Cobain dixit— cuando no deformando lo evidente hasta volverlo irreconocible. Los sicilianos utilizaron durante décadas las novelas sobre la Mafia para negar su existencia, alegando que era una licencia poética de Leonardo Sciascia o un invento de los comunistas para desacreditar a la Democracia Cristiana (palabras textuales del arzobispo de Palermo). Joe Colombo, cabeza de familia mafiosa en Nueva York, pudo huir de la policía fundando la Liga Italoamericana de los Derechos Civiles, entre cuyos fines estaba denunciar el estereotipo holliwoodiense del gangster pizzero (una realidad empírica durante la época dorada de la heroína siciliana que finalizó con el Pizza Connection Trial) y presionar a la productora de El Padrino para que ‘Cosa Nostra’ no apareciera mencionada explícitamente en la gran pantalla.
      Michael Corleone quizás forma parte de una estirpe distinta, junto a Cristo o el joven Werther, la de los personajes imaginarios que generan cambios históricos, pues la trilogía de Francis Ford Coppola se ha hallado en (casi) todas las redadas antimafia llevadas a cabo desde el estreno[ii], pero mucho me temo que Operación Palace, el camelo de Jordi Évole sobre el 23-F vendiéndolo como una película de Garci donde todos los partidos estaban compinchados para salvar la legitimidad monárquico-constitucional, pertenece a la segunda categoría de ficción políticamente útil o eficaz, siendo este programa de televisión —por tanto— cómplice ignaro de la Restauración Borbónica Setentayochesca.

La recepción de Operación Palace puede dividirse en tres apartados:
(i) los que critican la declinante profesionalidad periodística de Salvados, el programa de Jordi Évole, tal vez olvidando que este caballero inició sus andanzas mediáticas como boicoteador espontáneo de pacotilla en el late night show de Buenafuente, que la etiqueta del Follonero no se la quita nadie y que laSexta forma parte de Atresmedia Corporación, unida en matrimonio a la verdad hasta que el share de espectadores los separe, y cuyo affaire adúltero con los humoristas de izquierdas (Gran Wyoming y compañía: herederos de la derrota política socialista convertida en complaciente chascarrillo de bar) será una relación duradera pero nunca seria;
(ii) los que prometen, con tremendos calambres filosóficos, monografías sobre Hans Christian Andersen u Orson Welles cuando todos sabemos cual es la diferencia entre generar psicosis colectiva y advertir el final de un chiste por Twitter («Hay que ver el finaaaaal», dijo el bromista ante las primeras expresiones de incredulidad), como si no hubiera distinción entre señalar la desnudez del emperador y travestirle como alguien que tolera la disidencia simbólica o el humor, cuando ahí están los números secuestrados de El Jueves y los chavales en comisaría por bromear con el fuego y la efigie de su Majestad en el mismo juego;
(iii) los que piensan que una gracia dicha muchas veces deviene en realidad empírica, pues la gente empieza a avistar OVNIs tras haber visto Mars Attacks! (Tim Burton, 1993) y está bien que la filosofía de la sospecha salga del guetto de la extrema izquierda, aunque sea primero como farsa y después como tragedia (histórica y matizada), pero antes veamos quienes participaron gustosamente en la inocentada dotándola de verosimilitud (¿qué pintaba en este cambalache presuntamente antimonárquico Luis María Anson, defensor de los borbones en el exilio, presidente de la agencia EFE durante la Transición, director del ABC hasta 1997 y fundador entonces de La Razón?), no vaya a ser que la sociedad borbónica (y sus oficiosos enemigos) se estén riendo de nosotros, no en nuestra compañía.

Dado este clima de opinión, reírse en público de Beatriz Talegón, secretaria general de cierta organización socialdemócrata, por tragarse hasta el fondo la novatada mediática y añadir que lo había leído antes en sitios serios, no solo refleja un sentimiento de superioridad algo chusco y paleto teniendo en cuenta el número de tuits borrados a toro pasado y la propia verosimilitud del mockumentary; Twitter es un lugar donde los cobardes y los resentidos hacen mofa de los errados pero audaces, un deporte bastante popular en este Reino, como cuando un país de analfabetos funcionales en lengua inglesa señaló con el dedo a Ana Botella, que en lo del relaxing cup sí nos representa: en boca abierta seguro que entran moscas. Total, que Beatriz Talegón será una bocazas y ojalá esta vejación en mitad de la plaza del pueblo sirva como aviso para futuros consumidores apresurados de información: todo es falso hasta que se demuestre lo contrario. Pero hay que reconocer que, aún siendo el chivo expiatorio del nerviosismo y la impaciencia que tenemos los derrotados de la historia de España de que nos den la razón en clave de conspiración institucional sobre la Historia Reciente de España, esta flor del cerezo tuitero tenía bien apuntada la bibliografía.
Tanto monta que Soberanos e intervenidos de Joan Garces, el volumen citado —e injuriado— en el momento del batacazo talegónico, no mencione complot interno alguno entre los partidos españoles, más que nada porque el autor fue serio (ahí tiene razón nuestra secretaria general) y trabajó con las fuentes de archivo disponibles en Washington, ya que su objetivo inicial era escribir sobre el golpe de Estado contra Salvador Allende, rastreando el grado de implicación de los servicios secretos yanquis, y fue entonces cuando destapó el marrón sobre la injerencia de Estados Unidos en España y Portugal.  Soberanos e intervenidos, por resumirlo en un eslogan que quepa en Twitter, es una versión mejorada de wikileaks, solo que ceñido a los sucesos en América Latina y la Península Ibérica, donde el principal interlocutor son los agentes contables en ultramar del imperio haciendo entrar en razón (de Estado) a las distintas facciones políticas hispanas —una a una— mientras margina a los ‘irrazonables’ y domestica a los adversarios en el contexto de la Guerra Fría. Ojalá nuestros políticos fueran lo suficiente originales como para convertir nuestro destino como país en una película con denominación de origen y nominación a los Goya incluida.
Más que complot estamos hablando de sesiones intensivas de tirititero.

Lo que Operación Palace no cuenta (y tampoco ficcionaliza) es que da igual si la Casa Real o los partidos del Régimen tuvieron noticia previa o participaron activamente en el pronunciamiento, porque los militares les consideraron cómplices y corderos, distinguidos colaboradores de las Fuerzas Armadas, y del mismo modo que la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento, si no estás al tanto del atraco a la democracia llamado Transición Española, que cuenta contigo como convidado de piedra de semejante transformación gatopardiana, es tú problema no hacer nada para desmentirlo (y también nuestro por asistir pasivos al evento). El marrón, como constata el cuarto capítulo de Soberanos e intervenidos, salpica por todas partes. Especialmente sobre la bancada del PSOE: según dijo ante el Juez Instructor, a Tejero le indican dos días antes del passage a l’acte

«que todo va a salir bien, que los socialistas no van a dar la menor guerra, ya que si oyen una frase similar a “el elefante blanco está aquí” o “ha llegado”, aceptarán lo que proponga el que lo dice. Los socialistas del Congreso son más bien socialdemócratas y ven también la necesidad de un golpe de timón.»

Lo que Beatriz Talegón no tuitea es que Tejero y Milans se salieron un poquito del papel, como actores del reparto que improvisan a la tremenda sacando los tanques a la calle y disparando sobre el techo del Congreso, soñando con gobiernos pretorianos, cuando todos estaban por la labor de mantener una Carta Magna que concedía (y concede) la unidad estatal al silencio de los cuarteles; los golpistas españoles crean un precedente de victoria en la derrota que se repetirá en la transición de Rusia hacia el capitalismo, generar una crisis ficticia que habrán de resolver los comisarios oficiales del pueblo, pero contra toda broma y falso documental, no necesitaron guionización pues tenían al general Armada como apuntador y sus diálogos de sordos estaban escritos según una conjunción atlántico-socialista que tiene su origen varios años atrás y que parece apuntar en una dirección clarísima: 

en 1978 se supo que los integrantes de la Operación Galaxia preveían hacerse con el presidente del Gobierno, a la sazón el antiyanqui Adolfo Suarez,[iii] buscando propiciar un gobierno de salvación nacional mediante el recurso al artículo octavo de la Constitución; en febrero de 1980, un semanario ultraderechista madrileño, El Heraldo Español, titulaba “El plan De Gaulle... al revés”, advirtiendo que Armada presidiría un gobierno de coalición auspiciado por Felipe González; en julio de ese mismo año, Suárez comenta ante la prensa peruana «que conocía la iniciativa del PSOE de situar a un militar al frente del Ejecutivo»; el 6 de noviembre, contraviniendo las sugerencias de Willy Brandt y la resolución del Comité Federal contra un gobierno coaligado, un diputado socialista por Madrid anuncia que «es lógico pensar que en España puede haber Gobierno de coalición [con González] hasta el año 2000»; un día después, El País anuncia que dentro de la cúpula del PSOE «existe la sensación de que el estamento militar —pese a su demostrada disciplina— no soportará mucho tiempo la actual escalada terrorista sin que se produzca algún tipo de intervención en los asuntos de la vida pública, que incluso podría justificarse constitucionalmente». Y hasta aquí puedo leer.

En suma, sobre lo que Jordi Évole no se atreve a bromear es la línea de puntos que los investigadores del futuro habrán de trazar entre la mentalidad atlántica de los gobiernos del PSOE, cuyas incursiones paramilitares merecen especial atención, y los extraños sucesos que tuvieron ocasión durante la primavera de 1981, coincidiendo con las primeras elecciones francesas con presencia de los comunistas en el bando electoralmente vencedor; hechos sobre los cuales solamente ofrecemos un aperitivo documental, dada la falta de transparencia de nuestros gobiernos, teniendo siempre en cuenta que —en el caso de la Transición Española— la alternativa entonces no fue democracia o dictadura sino, en mitad de la Guerra Fría, militarismo atlántico o solo peninsular.


[i] Los expertos debaten sobre los motivos de la deceleración tecnológica que sufrimos desde mediados del siglo pasado, cuando se pusieron las bases de las principales aplicaciones prácticas que han desarrollado las empresas desde entonces, parasitándolas ciertamente; así que unos culpan la escasa iniciativa del Estado en materia de investigación y desarrollo, mientras otros confían en los parabienes de la competencia privada; pero lo que parece meridiano, en términos agregados, es que la incidencia del mundo digital en la economía, por muchos efectos culturales que tenga, no puede compararse a la Segunda Revolución Industrial —la más crucial desde el Neolítico— en materias como aumentar la productividad del trabajo o la calidad (y la extensión) de la vida humana. (Cf. Robert J. Gordon, “Is U.S. Economic Growth Over? Faltering Innovation Confronts the Six Headwinds”, National Bureau of Economic Research, Cambridge, Mass, Working Paper 18315.)
[ii] Una cinta que nunca aparece en las redadas sobre las tapaderas de los mafiosos es Uno de los nuestros (Martin Scorsese, 1990) aunque —según dicen— retrata con mayor precisión el mundo del hampa; pero los criminales también son humanos, y prefieren evadirse viendo un retrato idealizado y complaciente de si mismos, presuntos caballeros de familia y valores, en lugar de volver sobre la cruda realidad de su existencia, más próxima a un Joe Pesci matando por diversión o a un Ray Liotta adúltero y puesto hasta arriba de droga. (Cf. Iñigo Domínguez, Crónicas de la mafia, Libros del KO, Madrid, 2014.)
[iii] El sucesor de Adolfo Suarez en UCD, Leopoldo Calvo Sotelo, no tiene dudas sobre el sentido del relevo: «Para mí estaba claro desde 1977 que había que incorporar a España en la Comunidad Europea y la Alianza Atlántica. ¿Lo veía tan claro Adolfo Suárez? Probablemente no. […] volvía insensiblemente a las coordinadas árabes e hispanoamericanas de la política internacional, y descuidaba la transición exterior. En cuanto a Alianza, apuntaba en Suárez un cierto antiamericanismo. Corregir y precisar ese rumbo fue uno de mis primeros propósitos.»

[Publicado originalmente en Sin Permiso. 2 de marzo de 2014.]

1 de marzo de 2014

El reseñista constitucional

Hace unos meses (mayo 2013) hubo un debate sobre el estado de la crítica literaria a propósito de la publicación del libro de ensayo Ficciones argentinas (Beatriz Sarlo, Mardulce) entre Damián Selci y Gabriela Speranza en el semanal Otra parte. Ya sabemos cómo son los argentinos cuando toca ponerse a discutir, máxime si el campo de batalla son las letras; la sangre puede salpicar hasta el mejor pintado. A toda una tradición de polemistas de lengua viperina se ha sumado durante la última década un corpus bibliográfico sobre las relaciones entre política y literatura digno de nota: Literatura de Izquierdas (Damian Tabarovski, Beatriz Viterbo) es el ejemplar mejor conocido a este lado del Atlántico entre una ingente producción ensayística redactada a la sombra del kirchnerismo. (Ojalá nuestro peculiar corralito europeo —todo sea dicho— tenga resonancias literarias tan poderosas como tuvo el suyo.) En este politizado contexto de recepción aparece Ficciones argentinas de Sarlo: una recopilación de sus escritos breves sobre literatura; 33 reseñas publicadas con anterioridad en el diario Perfil; una batería de artículos cortos sobre autores jóvenes que en su mayoría contravienen las virtudes cardinales de la crítica literaria —según Charles Baudelaire— pues ni son parciales ni son políticos ni son apasionados (los textos de Sarlo, quiero decir). A contrapelo de los tratadistas pretenciosos, esos que tanto citan a Harold Bloom, Ficciones argentinas exhibe un paradigma de la recensión literaria trémula en los valores estéticos, accesoria en el análisis textual. En otras palabras, frente a la obsesión por establecer genealogías y aún valoraciones, Sarlo deplora el impulso taxonómico y en su lugar favorece una forma de reseñar descriptiva en grado sumo, sin mojarse demasiado. Cabe señalar que esta Wertneutralität, por utilizar el término de Max Weber, redunda en beneficio de reflexiones así como apresuradas, para las cuales apenas resulta necesario un saber solapado del libro. No hace falta leer la solapa, vaya. Basta con atisbar el dossier de prensa. Y utilizar a granel —como hace Sarlo— todo el catálogo de epítetos elogiosos y atributos galácticos, más propios de los blurbs en la faja del libro o en la contratapa, insertados en oraciones tal que «Una de las propuestas más (—) de los últimos años» o «Uno de los escritores (—) más (—) del país». Entre paréntesis introduzca su expresión salvadora preferida: raro & único & valioso & cabrón & verga & so forth. Palabras cuyo recurso demuestra (a) vagancia, (b) lameculismo, o (c) ambas cosas. Oraciones censuradas por Hermano Cerdo, la revista digital mexicana, cuya aparición merece una misiva para el rechazado criticastro con anthrax inside. Los críticos más boludos de Buenos Aires, mientras tanto, escriben quince reseñas diarias. El secreto está en la masa, o mejor dicho: en los adjetivos.

No se hicieron esperar las reacciones negativas contra Ficciones argentinas. «Este tono tenazmente recatado genera la impresión de que Sarlo quiere intervenir en el campo literario sin pelearse con nadie y sin jugársela por nadie», escribe Damián Selci en tono hostil. El artículo de Selci contiene muchas verdades en negro sobre blanco, en especial sobre la falta de compromiso y determinación, rasgos que brillan por su ausencia en los circuitos editoriales oficiosos, donde el amiguismo imperante baja la voz a las voces discordantes, ignorando los juicios resentidos, una vez relegados los malos rollos a la sección de comentarios anónimos, máscaras impersonales que todo el mundo puede asumir si quiere. Ahora bien, también resulta evidente lo contrario: una valoración desmedida de intenciones, la peor manía del comentarista desatado y enfurecido, el meterse a juzgar los fines de un texto en cabeza ajena, también son vicios presentes en el artículo de Selci, cuya lectura en sede política del buenismo literario sarlonista incurre —a su vez— en el espejo del defecto que denuncia. Allí donde Sarlo delinea la mesa semanal de novedades, sin haber quitado el plástico de los libros, mirando más la edad del autor que la calidad del contenido, como si la sección de crítica fuera una continuación por otros medios de los anuncios de librerías y de la propaganda editorial, ya dominante de suyo en los suplementos culturales dominicales, Selci —por el contrario— resulta sospechoso por resentido. Él, en calidad de novelista jovencito, (Canción de desconfianza, Eterna Cadencia) y los poetas noveles por él reunidos en la antología La tendencia materialista (Eterna Cadencia aussi) vagan excluidos en los márgenes del panteón literario de Ficciones argentinas. Y nosotros nos preguntamos: la violación de las expectativas de trascendencia suscitada por cualquier selección ensayística donde tú no estás en la lista, siendo tú alguien importante —un persona muuuy importante, indeed— un novelista indispensable —tus críticos a guardar de cabecera dixit— el nuevo Joyce o el viejo Wallace, ¿quizá estas fobias del outsider, decimos, no muestran el sustrato normativo que, sí o sí, se encuentra presente en cualquier ejercicio de lectura crítica?
Oficiando como abogada del diablo, la respuesta publicada por Otra parte, firmada por Gabriela Speranza, profundiza en juicios similares, ampliando el campo de la reflexión. Speranza sostiene que no podemos rechazar de un plumazo la axiología que subyace a la actitud liberal de periodistas y colaboradores como Beatriz Sarlo. El buenrollismo y la mano izquierda, además de conformar temporizadores para el mantenimiento de las relaciones personales a largo plazo, también pueden encofrar, por utilizar la analogía urbanita de Derrida & co., la construcción de un rascacielos filosófico, crítico y teórico más respetuoso con el medio ambiente y la fauna local de escritores incipientes. Cuando no los ignoran con total impunidad, los tratadistas suelen establecer paralelismos entre clásicos muertos y escribientes adolescentes (150 páginas publicadas, a lo sumo) que desmerecen por igual a ambas partes. En lugar de amparar la validez de nuestros jóvenes bajo el trasluz de las presuntas creaciones eternas, haciendo calceta y trenzas con los nombres propios, quizá sea tiempo de pensar el presente desde si mismo, y desde otra parte. Para ello, tener en cuenta los ritmos editoriales, bastante frenéticos en el Reino de España, resulta en efecto crucial. Un ojeador de críticas literarias en ocasiones reconoce (aunque no comparta) la labor de difusión, ante una producción inasimilable en todo punto, que realiza una hormiguita filosófica como Sarlo: modesta, sumaria, descriptiva. Y como hemos dicho, el propio gesto de reunir los textos, y escribir un prólogo en recuerdo de los olvidados cuan cobertura de justificación, constituye para Sarlo —malgré elle— un mecanismo de canonización como otro cualquiera.

Amén de las excusatii non petitiae, esta discusión destaca por el término medio de sus conclusiones, que nosotros identificamos con el planteamiento de Speranza, y que podemos extrapolar a nuestra malhadada situación española. Una vez pasado de rosca el catecismo modernista doctrinal, no se trata de recuperar —sostiene Speranza— los eroici furori de una crítica incivil y aún cainita. Pues nada modélico hubo, todo sea dicho, en el posicionamiento guerracivilista de nuestros mayores, también aquí en la Península, donde los combates a duelo entre caballeros (Cela vs. Benet) y escuderos (Umbral vs. Marías) se han sucedido hasta la llegada del mundo digital y la consiguiente democratización del odio entre la gente (anónima o no) del común. Allí donde algunos, los más pesimistas, perciben un amariconamiento progresivo de nuestras plumas, hace poco tan castizas ellas, Speranza honra su apellido, contemplando una promesa de felicidad (en Estado de derecho literario, añadimos): la belleza de las lecturas melladas —sin apenas filo— estriba en la posibilidad de sospechar, dudando de nuestros prejuicios, asumiendo posiciones novedosas, sorteando las dicotomías excluyentes; Sarlo llama a esto viaje exploratorio. Nosotros, poco convencidos con la metáfora turística del recorrido, cuya retórica suele apostar muy fuerte, citando a Gilles Deleuze y cosas por el estilo, para terminar igualando el nomadismo intelectual con el parlotear sin término, nos gusta más el nombre reseñismo constitucional. La metáfora jurídica no resulta gratuita por completo: a diferencia del absolutismo modernista, capaz de deshacer movimientos, generaciones y hasta escuelas con la voluntad de su dictamen, la libertad del reseñista constitucional empieza donde termina la de los demás. Su derecho a la expresión está supeditado a ciertos principios generales de urbanidad. Y antes prefiere callar que incurrir en misunderstandings bloomianos.


He ahí su prudencia.

[Publicado originalmente en Sara Mago. Pluvioso 2014.]